Nota. Querid@s lector@s, dudé antes de publicar un texto tan personal. Decidí hacerlo porque a quien me refiero inspiró mi amor por la naturaleza, y este amor se refleja en las líneas que he compartido con ustedes en EL UNIVERSAL.
Todos los días se nace y todos los días se muere. Es lo más natural. Todos los días con lágrimas de alegría damos la bienvenida a este mundo a hijas, hermanas, nietas, sobrinas, primas, amigas, novias, esposas, nueras, madres, abuelas. A todas a quienes, inexorablemente, llegado el momento despedimos con lágrimas de tristeza.
El dolor de tu partida, Priscilla ("mujer venerable" en latín), es un dolor que penetra, que rasga el corazón, que escarba el alma. Es el dolor del vacío que encarna la ausencia eterna.
Sin embargo, hoy, mis hermanas, mis hermanos, mis fallecidos padre y hermano y yo queremos celebrar con alegría la vida de una mujer universal. La vida de una de esas amazonas del altiplano suramericano que vienen al mundo sólo muy de vez en cuando.
Hoy quiero honrar la vida de una mujer que gozó su existencia, paso a paso, minuto a minuto. De esa hada indómita, emancipada y cariñosa que luchó hasta el final para que cada uno de los que fuimos tocados por su gracia amaramos a la naturaleza y nos amaramos los unos a los otros.
A quien tanto me quiso, a quien tanto quise.
De ella aprendí a amar al prójimo, a sentar a nuestra mesa al hambriento, al desposeído, al olvidado. De ella aprendí que a nadie se le niega un plato de sopa, una cobija o una palabra de consuelo.
Fue ella quien de niño me tomó de la mano para deambular cantando por las calles empedradas de ese pueblito viejo consentido de calles pequeñitas: Moniquirá, la idealizada, la mágica, la del olor a guayaba, a bocadillo. La más dulce de Colombia.
Con ella descubrí a la naturaleza, y aprendí a contemplarla y amarla. Aprendí a regocijarme en el canto del pájaro desconocido, en el parsimonioso caminar de la tortuga de tierra, en el correr sinuoso del riachuelo, en el aroma de las orquídeas y en el lento germinar de la semilla del árbol mexicano que ella misma trajo desde África a Colombia hace un cuarto de siglo.
En su cara vi reflejada la felicidad ante la caricia incondicional de su perro Lucas cuando la recibía en “El Refugio de la Nona”–esa finquita que compró con el esfuerzo de sus manos diligentes y en donde honraba a la vida cada día, en donde cultivaba todo y en donde todas las flores se le daban.
Por ella aprendí a leer deslizando mis dedos infantiles por letras labradas en lápidas frías que velan a los muertos en el cementerio de ese pueblito en donde los dos nacimos campesinos. Ella me reveló el jubiloso atrevimiento de pintar, en el crepúsculo de su vida, óleos de paisajes, de flores y frutas, de rostros de frente y de perfil, de la existencia misma.
Y ella fue la que me enseñó que en la mar la vida es más sabrosa. Porque: ¡Cómo amaba Priscilla a la mar! Claro, le gustaban los ríos, los lagos, los charcos. Pero ¡ah!, amó tanto a la mar que como caracola marina nació y como caracola marina murió. Sólo a sus hijos y a sus nietos amó más que a la mar.
Ella y yo hablábamos mucho de la mar. De la mar de Tolú y de Santa Marta en el Caribe colombiano, de la mar de Acapulco y de Guaymas en el Pacífico mexicano. De todas las mares. En nuestras conversaciones nocturnas nos confesamos que muy a nuestro pesar a los dos nos concibieron lejos de la costa, tan lejos que no se alcanzaba a escuchar el vaivén perpetuo de las olas. Tan lejos que nadie siquiera soñaba con medusas pegajosas, sirenas vivaces, caballitas marinas, cangrejas ermitañas y ballenas gordas.
¡Ah! Porque, ¡Cómo amamos ella y yo a la mar! Por eso, hoy, en honor a esta sirena cantarina del altiplano boyacense, transcribo un fragmento del poema que escribí y que le leí hace ya algún tiempo:
Amamos los amaneceres bochincheros en donde germinó nuestra fascinación por el agua salada, amamos la mar arrabalera, la mar húmeda, la mar recóndita, la mar sensual.
Amamos la mar en fa sostenido, la de mareas que con la tierra bailan cumbias en cámara lenta, amamos la mar táctil de olas suaves y olas feroces, la cadenciosa, la mar empalagosa.
Amamos la mar poesía, la mar leyenda, la que nos consuela cuando llegamos o zarpamos, amamos a nuestra mar salvaje e indomable, soñadora, periférica, solidaria.
Amamos la mar inalcanzable, la misteriosa, la remota, la inaccesible, amamos la mar pacífica, atlántica, caribeña, antártica.
Amamos la mar al alcance de nuestras manos, la que nos arrulla cada noche, la que bebe nuestras lágrimas.
Y amamos la brisa de la mar que nos cerrará los ojos algún día.
Priscilla, mujer rebelde que vivió y murió bajo sus propios términos–y a quien jamás la tragedia o el dolor vencieron. Mujer que desde lo alto y desde lo profundo, desde la vida y desde la muerte me acompaña. Mujer a quien mi padre cantaba "muchacha de risa loca, cantarle quiero a tu boca y a tu imponente figura". Mujer que iluminó la vida en las horas más oscuras. Mujer que nos demostró que el amor todo lo puede.
Hoy escarbé con ansia tus recuerdos hasta encontrar esa imagen mágica, macondiana, de aquella adolescente que flotando en el aire caminaba con garbo en una noche estrellada rumbo a la fiesta del pueblo. Ibas ataviada con ese vestido largo tejido por tu madre y amorosamente acicalado con luciérnagas vivas que haciendo coro a las estrellas irradiaban destellos de belleza, de encanto, de juventud, de ternura, de dicha.
Así te recordaré, Guajirita, la última de una generación de indómitas guerreras moniquireñas. Es por eso que te vas pero te quedas.
Bogotá, 29 de junio de 2022.