A la memoria de Javier Campos Morales, El Gallo, y Joaquín César Mora Salazar, El Morita
Foto es de El Universal.
Visité por primera vez la Sierra Tarahumara hace 15 años.
Arribé a territorio rarámuri —“los de los pies ligeros” en lengua tarahumara— en El Chepe, uno de los únicos tres ferrocarriles de pasajeros que hoy existen en México.
Me subí al tren a 90 metros sobre el nivel del mar en la estación El Fuerte en Sinaloa, cerca del Mar de Cortés, ascendí serpenteando gradualmente por las entrañas de las Barrancas del Cobre y me bajé horas después en la estación El Divisadero en Chihuahua a 2,238 metros de altura.
Al día siguiente, me despertó al amanecer un ballet aéreo de colibríes zigzagueantes que revoloteaban aleteando 70 veces por segundo, justo afuera de mi ventana con vista a un precipicio de 2,000 metros de profundidad. Son mis aves favoritas. Amo sus largos picos curvados, sus desproporcionadas alas y su prisa eterna para ir de flor en flor. En el pueblo donde nací les decimos “chupaflores”.
Los colibríes parecen mariposas multicolores y, de vez en cuando y sin avisar, se cuelan por la puerta de mi estudio/biblioteca en la Ciudad de México. Después de contemplar con gozo su propio reflejo en el cristal de mis ventanales, estos chupaflores se desvanecen a través de la terraza y veloces regresan al bosque — mientras yo continúo garabateando.
Tarde esa noche, mirando por mi ventana en el Hotel Mirador Barrancas, en el filo de ese formidable abismo serrano, no podía apartar de mi mente las imágenes de las tres barrancas que desde allí uno puede ver. Con otras barrancas, estas tres forman las Barrancas (Cañón) del Cobre: la Barranca de Urique (con más de 2,000 metros es la barranca montañosa más profunda de México), la Barranca de Tararecua y la Barranca del Cobre.
Foto ©Eugenio Barrios
Recordé que muchos años antes, un gringo amigo, medio en broma medio en serio, me dijo que el Gran Cañón del Colorado sueña cuando grande ser como las Barrancas del Cobre. “Sueños de cañones”, diría uno. La verdad sea dicha, el Gran Cañón del Colorado tendrá que echarle muchas ganas, pues las Barrancas del Cobre son cuatro veces más grandes y casi dos veces más profundas que él.
Recostado sobre la suave sábana blanca, pero sin dejar de percibir el resplandeciente claro de luna que se escurre por mi ventana abierta de par en par, descansé en mi estómago una novela sobre la vida de Vlad III, príncipe de Valaquia — mejor conocido como Conde Drácula.
La portada negra del libro enmarca un dragón transilvano rojo con las fauces abiertas, de las que emerge una lengua sinuosa en forma de flecha. La cosa es que, junto al Big Bang y la Tectónica de Placas, los vampiros encarnan mis miedos más irracionales.
Aquí estoy, en una de las áreas naturales más misteriosas, más recónditas y más arrolladoras del planeta Tierra — un portal de barrancas por el que uno puede transportarse a universos paralelos, aunque sólo sea fugazmente. Mientras, afuera el aroma del indómito Desierto Chihuahuense, y su desconcertante biodiversidad, arrullan a los rarámuri. Y, de paso, me arrullan también a mí.
Pero, el 20 de junio de 2022 esta versión idílica de la Sierra Tarahumara repentinamente se rompió en pedazos.
Lo que ocurrió ese día desnudó, de nuevo, ante México y el mundo, la triste y brutal realidad de la vida día a día en la Sierra, la violencia y el desasosiego en una tierra que parece no pertenecer a nadie — mucho menos a los “de los pies ligeros” quienes, por tantas generaciones, han vivido en pobreza y vulnerabilidad extremas en su montañoso hogar.
Debo confesar que nunca me han caído muy bien los curas —por varias razones, pero principalmente porque la mayoría que he conocido me han parecido personas incongruentes y que pretenden vender, a toda costa, una versión desangelada de Alicia en el país de las maravillas.
Pero siempre he pensado que los jesuitas son harina de otro costal, que son los que se arriesgan a vivir — y a morir — por lo que creen, y los que están dispuestos a luchar por eso.
En una de las cuatro o cinco ocasiones en que visité la Sierra Tarahumara, fui bendecido al conocer, aunque brevemente, a Javier Ávila Aguirre, El Pato — un legendario jesuita que desde los años 1970s ha luchado por los derechos de los rarámuris. El Pato no solo me cayó bien, también me inspiró a hacer más por esta tierra olvidada, aunque ahora me arrepiento de no haber hecho prácticamente nada.
Javier Campos Morales, El Gallo también apareció en esta región en los 1970s, seguido años más tarde por Joaquín César Mora Salazar, conocido como El Morita. Los dos también eran misioneros jesuitas — y a los dos los mataron el 20 de junio en una iglesia de Cerocahui, en el corazón del territorio rarámuri.
A los 16 años, El Gallo se unió a los jesuitas y fue ordenado sacerdote en 1972. Dedicó el siguiente medio siglo de su vida a una misión pastoral en la Sierra Tarahumara — donde le apodaron El Gallo porque kikirikiaba mejor que nadie.
El Morita tenía 81 años cuando lo asesinaron, después de haber pasado los últimos 23 años de su vida en la Sierra, en donde siempre vistió como vaquero, con pantalones de mezclilla y camisa a cuadros.
El Gallo y El Morita dieron su vida por los rarámuris. A los dos los asesinaron mientras trataban de ayudar a Pedro Eliodoro Palma Gutiérrez, un guía de turistas quien, después de haber sido herido, buscó refugio en un templo, pero fue después acribillado — todo parte de una escena trágica que podría haber salido de Crónica de una muerte anunciada, la novela de Gabriel García Márquez.
Los jesuitas fueron asesinados en la casa de Dios en Cerocahui, presuntamente por José Noriel “El Chueco” Portillo Gil, sospechoso de ser un capo local y quien después presuntamente se robó sus cuerpos en un intento por ocultar su crimen.
En los días después de los asesinatos, El Pato, el jesuita que había conocido años atrás, les dijo a periodistas que los dos sacerdotes asesinados conocían a El Chuecodesde su infancia y que después de matarlos, El Chuecoconfesó su pecado a otro sacerdote y pidió perdón.
¿Por qué mataron a estos dos curas en la Sierra Tarahumara? No los asesinó simplemente un hombre desequilibrado. Esa es la respuesta fácil.
También los mató la violencia ciega, la corrupción impune y la corrosiva indiferencia en que vivimos en México — que cada día matan y desaparecen a decenas de mujeres, jóvenes, periodistas, activistas de derechos humanos, defensores ambientales y a muchos otros compatriotas.