¿Quién será el servidor público, el político, el candidato caradura que hoy se atreverá a felicitar públicamente a las madres en su día sin antes haberles pedido perdón, públicamente y con sinceridad, a las madres mexicanas?
Deberían suplicar perdón a todas las madres, aun a las suyas, porque sólo una madre puede sentir en carne propia y por lo tanto comprender el dolor de otra que ha perdido a un hijo o a una hija.
Perdón deberían rogar perdón a las madres de los 215, 281 niños huérfanos que dejó el COVID-19; en particular, a las madres de los casi 300,000 mexicanos que se habrían podido salvar si la pandemia no hubiera sido manejada tan mal, según la Comisión independiente de investigación sobre la pandemia de covid-19 en México.
Perdón deberían implorar a las madres de las más de 180,000 mujeres y hombres que el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública y la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana admiten que han sido asesinados en lo que va de este sexenio sangriento. Los estados con las cifras más atroces son Guanajuato, Estado de México, Baja California, Jalisco, Chihuahua, Michoacán, Sonora, Veracruz y la Ciudad de México; pero no hay prácticamente rincón de la República que escape a esta arrasadora ola de violencia asesina.
Perdón deberían pedir a las miles de madres que desesperadas buscan a sus más de 100,00o desaparecidos entre enero de 2000 y marzo de 2024, según la Comisión Nacional de Búsqueda. Ellas son las madres que rastrean a sus hijos e hijas sabiendo que, probablemente, sus restos yacen en fosas clandestinas o fueron incinerados y desde allí imploran que no les olviden.
Suplicar con humildad que les perdonen esas madres a las que después de ser invisibilizadas y criminalizadas por autoridades de todos los niveles, sólo les ha quedado la opción de suplicar la ayuda del todopoderoso narco para que les permitan desenterrar y llorar a sus hijos estando seguras de que los descuartizaron.
Ellas son las miles de madres revictimizadas por servidores públicos inconmovibles y perversos que, altavoz en mano, a diario las injurian, las ningunean en su dolor infinito. ¿En qué país vivimos? ¿Hasta dónde ha llegado nuestra indiferencia, nuestro ausencia y lejanía ante el dolor ajeno, nuestra falta de solidaridad ante la barbarie, nuestra falta de humanidad?
Ellas son las madres de Ayotzinapa y las miles y miles de madres mexicanas que, en colectivos o solitarias, arriesgando su vida escarban la tierra con palas, palos o con sus propias manos hasta que de sus uñas brota sangre que con esa tierra y las cenizas de sus hijos se mezclan en el barro de los que no quieren ser olvidados.
Son ellas las que se meten en fosas clandestinas con la esperanza de encontrar, aunque sea, las cenizas de los huesos calcinados de sus hijos. Las que, sin perder la esperanza de encontrarlos, incansables los buscan por ciudades y pueblos, carreteras y veredas, ríos, montañas y desiertos, basureros y alcantarillas.
Son ellas las que desmoralizadas se van a dormir sin poder dormir porque ese día no los hallaron, pero que con esperanza renovada se levantan a seguirles buscando. Día tras día, mes tras mes, año tras año, campaña política tras campaña política, merolico tras merolico, gobierno tras gobierno.
No imagino un dolor más grande que el de una madre que, atormentada de día y de noche, no puede sepultar a su hija o hijo que un día salió de casa y que jamás regresó. Madres que no se resignan a olvidar los sueños de sus hijos desaparecidos, a dejar de escuchar las voces y las risas de sus hijas que les ruegan que no las olviden.
Sólo el amor de madre las mantiene en pie, caminando descalzas con el corazón en la mano sobre el dolor lacerante de la lejanía forzada; sólo ese amor maternal les da fuerza para cada mañana continuar hurgando la tierra jugándose la vida mientras buscan a sus desaparecidos. Porque ellas bien saben, se los hemos demostrado una y otra vez, que nadie, absolutamente nadie más lo hará por ellas.
Pero a las madres también las desaparecen. No hay mayor tragedia que una madre que de buscadora pasó a ser buscada, porque la mataron y la desaparecieron buscando a sus hijos.
Esas, lectores, son las miles de madres mexicanas buscadoras que hoy no celebran su día, las miles de mujeres que en vida agonizan por la desaparición forzada de sus seres más queridos. Esas son las madres que hoy no recibirán una flor, un beso, una caricia o tan siquiera un “feliz día, mamá”. Esas son las madres que hoy, en su día, con amargura lloran pero que con tenacidad mañana seguirán buscando, infatigables, a sus desaparecidos con la esperanza de algún día hallarlos, vivos o muertos.
Por eso, servidor público, político, candidato: pida usted hoy perdón a su madre y a todas las madres de México. Por eso, por acción, por omisión, por no levantar la voz, todos deberíamos pedirles perdón a las madres en su día. Yo se lo pido a la mía, que hoy ya no está conmigo.