La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) inicia hoy en Glasgow (Reino Unido) y finaliza el 12 de noviembre. Debería haberse realizado el año pasado, pero se pospuso por la pandemia del Covid-19. La COP26 tiene lugar en un momento particularmente crítico para el futuro de la humanidad y el planeta Tierra. Las lecciones de la pandemia debieran obligarnos a reflexionar sobre el significado de la solidaridad entre las naciones ricas y pobres. Por la seguridad de todos.
Hay incertidumbre sobre cuáles serán los resultados concretos de esta cumbre climática. La ambición y los compromisos de China, como el principal emisor de gases de efecto invernadero (GEI), son decepcionantes–y parece que Xi Jinping, un ingeniero químico que es secretario general del Comité Central del Partido Comunista y presidente de China, ni siquiera asistirá a la cumbre. Sin embargo, algunos países poderosos como los Estados Unidos (el segundo mayor emisor global de GEI) y aquellos que conforman la Unión Europea (el tercer mayor emisor global de GEI), parecen decididos a hacer lo que sea necesario con tal de asegurar de que la conferencia tenga éxito.
Para Joe Biden, la COP26 es crucial porque una de sus principales promesas en la campaña presidencial fue enfrentar el calentamiento global. Además, el Acuerdo de París, negociado en 2015, fue en gran medida el legado de Biden y (de su jefe en ese momento) el presidente Barak Obama. De hecho, en su toma de posesión el presidente Biden firmó una orden ejecutiva reincorporando a los Estados Unidos al Acuerdo de París, después de que su antecesor y negacionista del calentamiento global, Donald Trump, había retirado a su país de este acuerdo.
Podemos por lo tanto esperar, que, durante las próximas dos semanas en Glasgow, los Estados Unidos y la Unión Europea utilicen su tradicional política de la zanahoria y el garrote para tratar de “convencer” a los líderes de otros países de aumentar su compromiso de reducción de GEI. Pero no nos equivoquemos, si la temperatura global aumenta más de 1.5°C, las consecuencias para todas las naciones, ricas y pobres, serán atroces y el sufrimiento de miles de millones de personas en todo el mundo será inimaginable. Nuestro futuro y el de la vida en la Tierra están hoy en la cuerda floja.
Esto es lo que miles de científicos de todo el mundo dicen, y la enorme cantidad de evidencia es irrefutable.
En un informe publicado en agosto pasado, elaborado con base en más de 14,000 estudios científicos y apoyado por 195 naciones, el Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), que recibió el Premio Nobel de la Paz en 2007, concluyó que: (1) los países demoraron tanto sus acciones para reducir los GEI provenientes del uso de combustibles fósiles que muchos de los impactos del cambio climático serán ya irreversibles por siglos o milenios; (2) ya no podemos evitar el calentamiento global y su intensificación durante los próximos 30 años, y algunas de sus consecuencias más catastróficas son ya inevitables; y (3) la situación empeorará a menos que reduzcamos drásticamente las emisiones globales en esta década.
La COP26 no es una conferencia más. Hay mucho en juego para nosotros y para el planeta. Los resultados de esta cumbre dependen de los compromisos tangibles y ambiciosos que los países y las agencias de financiamiento internacional asuman para cumplir con las metas globales planteadas por las Naciones Unidas. Y, por supuesto, dependerán de que todos cumplan con lo que prometan–que como todos sabemos es el lado débil de las cumbres globales y los acuerdos multilaterales.
Las metas de la COP26 están agrupadas en cuatro secciones: mitigación (asegurar cero emisiones netas de carbono para 2050 y mantener la meta de 1.5°C a nuestro alcance), adaptación (adaptarnos urgentemente para proteger a las comunidades humanas y los hábitats naturales), financiamiento (movilizar los recursos suficientes para cumplir con las dos metas anteriores) y colaboración (que los gobiernos, las empresas y la sociedad civil trabajen juntos para cumplir los compromisos y las metas).
Nos debe quedar claro a todos que el éxito o fracaso en Glasgow depende en gran medida de la ambición y los principios morales de cada gobernante en cada país. A final y al cabo los elegimos precisamente para darnos resultados en los momentos de crisis, como en este del cambio climático.
México es el decimotercer emisor de GEI más importante del mundo y el segundo en América Latina, después de Brasil. Desconozco los compromisos y las propuestas que la delegación mexicana llevará a Glasgow. Sin embargo, uno puede sacar algunas pistas con base en lo que la presente administración federal ha hecho en sus primeros tres años. Me enfocaré en la que tal vez sea la meta más crucial de la COP26: la mitigación de gases de efecto invernadero. Tanto las acciones como las omisiones del gobierno mexicano nos pueden dar una idea de lo que los mexicanos (y el mundo) pueden esperar de la delegación mexicana que participa en esta cumbre.
Según la secretaría de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático (UNFCCC, que actualmente preside la mexicana Patricia Espinosa) y el Reino Unido (como anfitrión y presidente de la COP26), para alcanzar las metas de mitigación de GEI y evitar que la temperatura del planeta salte al precipicio de los 1.5°C, los países deben comprometerse (y cumplir esas promesas) a reducir sustancialmente sus emisiones para el 2030. Y esto sólo será posible si los países aceleran la reducción en el uso de combustibles fósiles, disminuyen la deforestación y alientan las inversiones en las energías renovables.
Que México cumpla estas metas se antoja extremadamente difícil en vista de lo que hasta ahora hemos observado de la política energética de la presente administración federal.
La política energética de México se ha enfocado, esencialmente, en fortalecer a Petróleos Mexicanos (PEMEX) y a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), en lo que parece ser una complicada carrera por acelerar la extracción de petróleo y gas. Una política energética que, según muchos expertos, crea obstáculos mayores y desincentiva las inversiones en las energías renovables, particularmente en la solar y la eólica.
La construcción de la refinería Dos Bocas en Tabasco y la “modernización” de otras seis refinerías–en Cadereyta (Nuevo León), Ciudad Madero (Tamaulipas), Minatitlán (Veracruz), Salinas Cruz (Oaxaca), Salamanca (Guanajuato) y Tula (Hidalgo)–no dejan la menor duda sobre la predilección gubernamental por los combustibles fósiles. Hay que agregar la refinería Deer Park en Texas que PEMEX compró recientemente.
Con respecto a la deforestación, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), entre 2010 y 2020 México perdió más de 1.2 millones de hectáreas de bosques (128,000 hectáreas se perdieron en 2020). Y todo esto ocurre mientras que las principales agencias ambientales gubernamentales–SEMARNAT, CONAFOR, INECC, CONANP, PROFEPA y CONABIO–son desarticuladas.
A todas luces, la política climática de México no es consistente con los compromisos que el país hizo como parte del Acuerdo de París de 2015. Y nuestras políticas actuales tampoco son consistentes con lo que se espera de los países en Glasgow en 2021. En París, México hizo compromisos ambiciosos que fueron reflejados en sus primeras contribuciones determinadas a nivel nacional (NDC) de 2016 (de hecho, fue el primer país en desarrollo que las presentó), y esos compromisos fueron después ratificados por el Congreso de la Unión. En 2021, sin embargo, México presentó unas NDC revisadas que están por debajo de sus compromisos originales y de la contribución equitativa que el país necesita hacer para evitar que el planeta se caliente más de 1.5°C.
Si se aprueba la reforma eléctrica como está planteada, México seguirá incumpliendo sus compromisos internacionales sobre cambio climático. La mayor fuente de GEI (60-70%) es la producción de energía, y la generación de electricidad es la actividad que contribuye con la mayoría de estos gases. En lugar de diversificar las fuentes de energía y los mercados, con la reforma eléctrica la CFE produciría la mayor parte de la electricidad a partir de combustibles fósiles–la fuente de energía más ineficiente, costosa y contaminante.
Si la reforma eléctrica es aprobada por el Congreso en su forma actual, traería graves implicaciones ambientales no sólo para el clima, sino también afectaría la salud y la economía de los mexicanos. Como muchos expertos lo han expresado, la reforma también afectaría los precios de la electricidad. Por primera vez, los mexicanos estábamos empezando a ver un mercado eléctrico competitivo, con diversidad de fuentes y una amplia variedad de actores–lo que es sano en un mercado si la meta es la competencia y los precios bajos para la población. Gracias a esa diversificación y a la emisión de certificados de energía limpia, en 2017 México logró el menor precio para la energía solar en el mundo, US$17.7/MWh.
Me temo que México llegará esta semana a Glasgow con compromisos muy alejados de lo que se necesita en estas cruciales negociaciones globales sobre el clima. Ojalá que me equivoque porque, con un presidente de Brasil como Jair Bolsonaro, bien conocido por su desdén por los asuntos climáticos y por su negligencia que está acelerando la destrucción de la Amazonía, el mundo necesita un país latinoamericano fuerte y dispuesto a asumir el liderazgo regional. Por la humanidad y por nuestro planeta.