Muy temprano esa mañana de abril, millares de mariposas se elevaban enfrente de mí como un torbellino—una mezcla de cabezas, tórax, patas oscuras y alas naranja irrigadas por venas negras enmarcadas por motitas blancas. Al unísono, la quinta generación de la mariposa monarca, las más longevas, la Matusalén, las migrantes sin visa, emprendían su viaje de regreso al norte desde su refugio invernal en los bosques de oyamel, pino y encino de las montañas de la Sierra Madre Oriental.
Ese día, a 3,172 metros sobre el nivel del mar, contemplé extasiado cómo estas diminutas formas coloridas, cada una con menos de un gramo, se elevaban con la misma determinación con la que, perseguidas por el frío y en busca de un hogar más cálido, volaron más de 4,000 kilómetros desde Canadá y Estados Unidos hasta llegar a los bosques en los que ahora absorto las miro en El Llano de las Papas en Michoacán.
Las mariposas ascendían como nubes multicolores que a contraluz iban perdiéndose en un cielo azul tapizado de esponjosos cúmulos blancos de cristales de hielo y gotitas de agua suspendidas. Ahí iban algunos de los centenares de miles de machos que se enamoraron en días anteriores, tomando con sus patas delanteras las alas de las hembras, mientras los dos forcejeaban en una orgía de dimensiones épicas durante el vuelo nupcial más sensual de que se tenga noticia. Tal y como lo han hecho cada año desde el inicio de los tiempos.
Diminutos insectos resueltos a recolonizar las áreas de reproducción de sus abuelos y tatarabuelos en Estados Unidos, cueste lo que cueste antes de morirse, porque estas mariposas saben lo que está en juego—la sobrevivencia de la migración más sublime de todo el reino animal. Una migración que, tristemente, hoy se desvanece ante nuestros ojos, poco a poco, monarca a monarca.
Una, dos o hasta tres veces entre diciembre y abril, año tras año durante las últimas dos décadas, he viajado desde la Ciudad de México hasta los santuarios de hibernación de la mariposa monarca en Michoacán y el Estado de México. Es una peregrinación familiar. Excepto en 2021, cuando la pandemia nos encerró en una suerte de arresto domiciliario.
He pasado mucho tiempo en territorio monarca en compañía de ejidatarios y comuneros —los legítimos dueños de las tierras en donde las mariposas reposan en invierno. Y, claro, también acompañado de científicos, ambientalistas, músicos, periodistas, filósofos, empresarios, filántropos, cantantes, abogados, presidentes, gobernadores, secretarios de estado, diplomáticos y políticos de todo el espectro. Y también de musulmanes, hindúes, católicos, protestantes y ateos. Muchas veces me acompañó mi familia; algunas veces también las familias de ellos.
Después de caminar por las montañas de la monarca con esos acompañantes durante años, llegué a comprender lo que Henry David Thoureau quiso decir hace 168 años cuando escribió en Walden (originalmente titulado, Walden la vida en los bosques): "Necesitamos el tónico de lo salvaje … Nunca podremos saciarnos de naturaleza”. Lo entendí mientras respiraba con dificultad a miles de metros sobre el nivel de mar y observaba, de reojo, a mis compañeros de caminata contemplar–con humildad y fascinación–el manto anaranjado de mariposas revoloteando, o el viejo oyamel cubierto desde la raíz hasta la copa por mariposas semidormidas, o la mariposa solitaria aleteando para gentilmente posarse sobre la rama del pino más cercano.
Pero lo importante no es con quién fui a territorio monarca. Lo verdaderamente revelador fue haber comprobado que no importa quiénes seamos o de dónde vengamos o cómo nos ganemos la vida o en qué creamos o qué poseamos; o incluso si somos buenos o malos—todos compartimos esa necesidad atávica de conectarnos, regocijarnos y sanarnos en la naturaleza y con ella. Aunque sea sólo por un instante.
Ahora estoy convencido de que nadie, absolutamente nadie que haya tenido la oportunidad de encontrarse una nube de mariposas monarca volverá a ser el mismo. Después de ver las mariposas uno siente que, a pesar de todo, la vida vale la pena vivirse. Simplemente porque todos los seres humanos estamos conectados por la pasión de amar y cuidar a la naturaleza.
Todos mis encuentros con la monarca han sido memorables. Cada uno es único, y todos me marcaron el alma. Tal vez el más entrañable fue hace quince años. En lo que me quede de vida no olvidaré las emociones que me inundaban cuando esos torrentes de mariposas, como riachuelos de oro, descendían para saciar su sed con las gotas de rocío que el alba les dejó. Mi hija, en ese entonces de apenas cuatro años, y yo, con los ojos cerrados, nos abrazamos acurrucados en esa vereda esperando que loss aleteos anaranjados y negros se disiparan.
O aquella visita después de Día de Muertos cuando las almas de nuestros ancestros retornaban en su forma de mariposas multicolores. Fue en la Sierra Chincua, con un biólogo mexicano que ha pasado mucho más tiempo que yo estudiando a las monarcas, y un filósofo holandés protestante que se volvió agnóstico y en abril publica su libro Het vlindertje van Methusalem (“Las Mariposas Matusalén”). Para buscar a las novias del sol desde las alturas, nos trepamos a "El Candelabro”, un viejo oyamel gigante al que alguien sin corazón cercenó el tronco cuando el árbol era joven. Negándose a morir, los meristemos apicales de la raíz respondieron formando 13 troncos nuevos que crecieron como gigantescas columnas vivientes.
Ahora creo que "El Candelabro” es el mismo árbol que inspiró a J.R.R. Tolkien a concebir los árboles caminantes de El Señor de los Anillos . No puedo probarlo; por lo menos no todavía.
O la visita, en 2019, cuando uno de los más férreos defensores de la monarca orgulloso nos guiaba, a medida que vadeábamos ríos de mariposas que fluían hacia El Rosario en Michoacán, el santuario más grande y mejor conservado. El mismo ejidatario y activista político que se convirtió en ambientalista, y cuyo cuerpo sin vida fue arrojado en un pozo por sus asesinos un año después. Uno de los 76 defensores del medio ambiente asesinados en México entre 2019 y 2021, y que hacen de mi país uno de los más peligrosos del mundo para los ambientalistas.
En febrero de 2020, antes de que la pandemia sacudiera al mundo, regresé a El Rosario acompañado de mi amada mariposa mexicana y compañera de los últimos 35 años. Agazapados entre pinos enanos súbitamente escuchamos, a lo lejos, la voz de una noble y luminosa mariposa canadiense tarareando la tonada compuesta para la ocasión. A su lado, boquiabierto, un guitarrista chilango enamorado y amigo fuera de serie le hacía la segunda voz. Me dije, aquí estamos con dos mariposas que representan a México y a Canadá–el final y el principio del largo y sinuoso viaje de la monarca. Todavía me pregunto si esto ocurrió o sólo fue un sueño provocado por las imágenes de mariposas que minutos antes vimos aleteando a contraluz, luego de que el sol de la mañana las despertara de su letargo invernal.
Durante muchos años pensé que el glifosato, la destrucción del hábitat y el calentamiento global aniquilarían la migración de la mariposa monarca. Cuán equivocado estaba. Ahora estoy convencido de que la amenaza más seria es la indiferencia. La migración está en peligro principalmente por nuestra incapacidad para enfrentar la pobreza y la inequidad social que afligen la vida de los dueños de los sitios de hibernación de la monarca.
Me refiero a las decenas de miles de mexicanos, muchos de ellos mazahuas y otomíes, quienes, sin acceso a educación de calidad, agua potable, servicios de salud, electricidad y empleo sobreviven en las comunidades agrarias de las 56, 259 hectáreas que forman la Reserva de la Biosfera de la Mariposa Monarca. Históricamente dependiente de la minería y explotación maderera, la precaria economía de esta región obliga a muchos a migrar a Estados Unidos. Muchos otros deciden no abandonar su terruño y se quedan resistiendo la desesperanza que engendra la pobreza y la violencia de los grupos criminales que imponen su ley en ausencia del Estado.
Claro, en estos tiempos del cólera, parafraseando a Gabriel García Márquez, ya no está de moda invertir dinero ni capital político en cuidar el medio ambiente. Desafortunadamente, el gobierno y la mayoría de las empresas, filántropos y organizaciones internacionales han abandonado a la mariposa monarca y a las comunidades locales. ¿Alzarán otra vez sus voces y abrirán de nuevo sus bolsillos en estos tiempos en que tanto se necesitan?
Este es un llamado a quienes la naturaleza ha bendecido dándoles la oportunidad de visitar las colonias de hibernación de la mariposa monarca. Es un llamado para que aquellos que no lo han hecho lo hagan inmediatamente y así apoyen económica y anímicamente a las comunidades locales que, al final de cuentas, son los dueños y guardianes del bosque y las mariposas. Es un llamado a no robarle a nuestros hijos, nietos y tataranietos el gozo de poder conectarse con las comunidades y las mariposas; y un llamado a proteger a las hijas, nietas y tataranietas de Danaus plexippus, novias del sol y hermanas de la luna.
No nos hagamos guajes con las generaciones futuras. Todavía estamos a tiempo de salvar la migración de la monarca y sus bosques. En este año que apenas comienza no perdamos la oportunidad de reconciliarnos con la naturaleza. Atrevámonos a escapar unos días, solos o en familia, y visitemos cualquiera de los 12 santuarios comunitarios de la mariposa monarca. No se arrepentirán, se los prometo.
A mi amigo Rick Brusca, alias Dr. Odel Bernini, con agradecimiento.
FOTOGRAFÍAS: Eduardo Rendón (WWF México) y Omar Vidal