¿A quién le importan las 23.2 millones de personas mayores de tres años que según el INEGI se autoidentifican como indígenas? Ese 19.4% de la población mexicana, a quienes nadie ni ve ni escucha. Escondemos nuestra herencia ancestral y a estos compatriotas bajo el tapete de la indiferencia.
Claro, podemos echarle la culpa a los conquistadores españoles. Nuestra población indígena –unas 20 millones de personas en 1519– se desmoronó a causa de las guerras, la esclavitud y la introducción de patógenos desconocidos: en 1520, un brote de viruela mató entre 30-50% de la población indígena. Otras enfermedades traídas del Viejo Mundo por los españoles, y sus brutales campañas de exterminio, la diezmaron todavía más.
Pero, 500 años después, con una población indígena más numerosa, poco hemos hecho para enfrentar una de las tragedias nacionales más vergonzosas: haber normalizado la invisibilidad de los pueblos originarios. A quienes los políticos en turno –década tras década, sin importar el partido político– sólo voltean a mirar en tiempos electorales.
Cómplices somos por no alzar la voz.
Mucho se ha dicho y escrito sobre la maravillosa biodiversidad de México, pero hemos desdeñado nuestra excepcional riqueza cultural y lingüística. Con menos de 1% de la superficie del planeta, nuestro país es el quinto más diverso lingüísticamente, después de Papúa Nueva Guinea, Indonesia, Nigeria e India.
En México se hablan 364 lenguas –5% de todas las lenguas del mundo. También en México hemos invisibilizado y callado a 7.3 millones de hablantes de lenguas indígenas –más de 6% de la población mexicana. Las lenguas más habladas son náhuatl (22.4%), maya (10.5%), tseltal (8%), tsotsil (7.5%), mixteco (7.2%) y zapoteco (6.7%). Pero 64 lenguas mexicanas, sus culturas y sus saberes están en grave peligro de extinción: sobreviven menos de 100 hablantes de cada una.
Una herencia cultural de la que hoy México, su patria, se desentiende.
Reusándonos a ver, escuchar y alzar la voz, displicentes hemos invisibilizado a millones de compatriotas que viven en lamentables condiciones en Chiapas, Guerrero, Hidalgo, Estado de México, Oaxaca, Puebla, Veracruz y Yucatán, hogar de 77% de los indígenas mexicanos. Y se nos olvida que sus tierras representan más de 14% del territorio nacional, o 28 millones de hectáreas.
Tenemos una deuda histórica con estos 23.2 millones de mexicanos.
Porque, seamos honestos, si no fuera por la insurrección zapatista del 1 de enero de 1994, liderada por el Subcomandante Marcos –aquel idealista de pasamontañas convertido en símbolo de la resistencia, portavoz, comandante y líder del grupo armado indigenista Ejército Zapatista de Liberación Nacional– hoy pocos hablaríamos de los indígenas, de sus derechos, de sus precarias condiciones.
Por ejemplo, de acuerdo con el INEGI, el nivel de escolaridad promedio de la población mayor de 15 años que habla una lengua indígena es de 6.2 grados (equivalente a primaria completa), comparada con los 9.7 grados de escolaridad del resto de los mexicanos que hablamos sólo español. La tasa de analfabetismo de los hablantes de lenguas indígenas es de 20.9%, comparada con 3.6% en las personas que sólo hablan español.
La brecha educativa es brutal, la brecha de oportunidades para aspirar a una mejor vida es abismal.
De acuerdo con el INEGI y el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, 47% de la población indígena no tiene acceso a servicios de agua y, del resto, 12.8% no tiene acceso a agua entubada en sus hogares y 26.9% no tiene drenaje, con los graves impactos que esto tiene en su salud y calidad de vida.
Hoy muchos pueblos indígenas parecen haberse resignado a vivir en pobreza y marginación, a que sus lenguas desaparezcan y a que pronto sólo puedan comunicarse en español. La situación se agrava por la falta de interés o la negligencia de las autoridades; por ése desdén que excluye a las lenguas indígenas de los espacios públicos e institucionales y de los medios de comunicación como la radio y la televisión.
Por eso es vergonzosa la decisión de este gobierno de desaparecer/fusionar la Dirección General de Educación Indígena, Intercultural y Bilingüe, y el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, cuyo objetivo era preservar las lenguas indígenas.
Cuando no están en campaña suplicando por el voto, todos los políticos ni siquiera se dignan a ver, a escuchar, a visibilizar a los pueblos indígenas. Pero, cuando llegan las elecciones, como por arte de magia el candidato en turno afanosamente escarba la tierra para encontrar su herencia indígena, y entonces habla y se viste y come y baila como indígena. Hasta besan niños indígenas. Lo que sea, lo que sea por su voto.
Hipocresía electorera, repetida una y otra vez, en el ámbito federal, estatal y municipal.
En una semana sabremos quiénes serán las dos candidatas a la presidencia de México. Porque ya no hay vuelta de hoja, en junio de 2024 tendremos presidenta. ¿Visibilizarán las candidatas en sus campañas a los pueblos indígenas? ¿A qué exactamente se comprometerán? Y, más importante, ¿cumplirá la próxima presidenta de México sus promesas una vez que se siente en la silla presidencial?
Pronto lo sabremos.