Alguna vez escuché que, si uno pasa demasiado tiempo estudiando a un animal o viviendo con él, uno termina por parecerse a él y él por parecerse a uno.
Esta es la historia de Benjamín y Daniel. Una de tantas que acontecen bajo el calor aletargador, la humedad pegajosa y el vaivén arrabalero de las olas en nuestro Mar Caribe. Una historia que únicamente puede contarse y entenderse con el paso del tiempo, porque sólo así los cambios se aprecian en toda su dimensión.
La historia transcurre en Chetumal, “allí donde bajan las lluvias” en lengua maya. La capital de Quintana Roo, fundada en 1898 con el nombre de Payo Obispo por el vicealmirante tamaulipeco Othón P. Blanco en honor de Payo Enríquez de Ribera, obispo de Guatemala, arzobispo de México y virrey de Nueva España. Hijo natural de Fernando Enríquez de Ribera, duque de Alcalá, y de Leonor Manrique de Lara, Fray Payo protegió y apoyó la carrera literaria de Sor Juana Inés de la Cruz .
Este es el relato fidedigno sobre un científico mexicano que desde 1990 se ha venido transformando en un manatí, lenta e inexorablemente, ante los ojos de todos. Es el relato sobre un manatí que nació huérfano en 2003 y que por dos décadas se ha empecinado en convertirse–coletazo a coletazo, sonrisa a sonrisa–en uno de nosotros.
Pero, empecemos por el principio.
Los manatíes se originaron hace unos 6.5 millones de años (mucho antes que los humanos) de un linaje ancestral que vivió en el río Magdalena en Colombia–el mismo río donde dos septuagenarios se entregan a El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez . Desde los ríos suramericanos, estas sirenas mudas colonizaron el océano y aprovecharon las corrientes marinas para navegar el Atlántico y llegar a África.
Hoy sobreviven tres especies de manatíes, las tres amenazadas de extinción. Nadan en aguas dulces y saladas de América y África—esas dos enormes masas terrestres que hace 335 millones de años enamoradas se abrazaban en el supercontinente Pangea que flotaba en el inmenso océano Panthalassa. Una de estas especies es el manatí americano, que habita las costas de Florida, México, Centroamérica, las islas del Caribe y llega hasta Brasil. La otra es el manatí de los ríos Amazonas y Orinoco en América del Sur. La tercera es el manatí africano.
Los manatíes son mamíferos herbívoros, apacibles, de aguas tibias y hábitos migratorios a quienes por milenios los marineros han confundido con sirenas—aunque algunos, menos poéticos, los tildan de vacas marinas. La verdad es que están más relacionados con los elefantes. Y, como a estos paquidermos, durante muchos años los hemos cazado implacablemente para devorar su piel, su grasa, su carne, sus huesos, sus dientes, sus almas.
Conocí al Dr. Benjamín Morales hace muchos años, cuando él estudiaba lobos marinos y yo grandes ballenas en el Mar de Cortés. Él, bajo la tutela de un mastozoólogo chileno que en 1973 tuvo que abandonar su país después del golpe de estado contra Salvador Allende—y que eventualmente hizo de México su hogar hasta que regresó a Chile hace diez años. Yo, bajo la guía de un ictiólogo estadounidense que en 1977 cambió a California por Baja California y prometió no regresar si Donald Reagan llegaba a la presidencia—Reagan fue elegido presidente en 1981 y el ictiólogo se quedó a vivir en México.
Dos octogenarios pioneros de la investigación moderna sobre los mamíferos marinos mexicanos, que hoy viven a 10,000 kilómetros el uno del otro: uno en Guaymas en el Mar de Cortés, el otro en Punta Arenas en la Region de Magallanes y Antártica Chilena.
A Daniel lo conocí recientemente; iba yo acompañado de mi hija. Cuando lo vi por primera vez lo que más me conmovió fue su sonrisa: una sonrisa de muelas para afuera, cálida, bonachona, amorosa. De esas sonrisas que invitan a la caricia, al apapache, a sonreír de vuelta. A Daniel, como a casi todos los manatíes, le encanta que lo mimen. Con sus carnosos labios superiores como dos voluminosos lóbulos prensiles, lanza besos a diestra y siniestra, mientras hace alarde de sus masivas placas dentales y la sonrisa más cautivadora del reino animal.
Daniel mide dos metros y medio y pesa 250 kilogramos. Es voluminoso, pero su cola en forma de cuchara le permite nadar como estilizada sirena. Sus dos brazos como aletas terminan en tres uñas, y su cabeza maciza con densos huesos faciales y grandes muelas se sacude de lado a lado cuando emerge para respirar, escudriñar o para sonreír. Posee un gran corazón, un cerebro chico, ojos de tamaño humano, orificios respiratorios grandes y un par de diminutos agujeros auditivos que le dan una capacidad acústica extraordinaria.
Como no tiene cuerdas bucales, Daniel es casi mudo—sólo puede emitir sonidos con vibraciones faríngeas. Su cuerpo es grisáceo con manchas blancas o rosadas en el pecho y en el abdomen. Agrietada por profundas arrugas que muestran el paso del tiempo, su cara termina en un hocico con largos bigotes que usa para explorar, sentir, buscar alimento, cortejar. Para gozar la vida, pues.
De alguna manera, el casi mudo Daniel me recuerda a Quasimodo, ese personaje de Nuestra señora de París de Víctor Hugo: voluminoso, valiente, astuto, de corazón noble y que anhela lo imposible.
Cada día que pasa Benjamín y Daniel se parecen más el uno al otro. Los dos se conocieron un 14 de septiembre de 2003 en la Laguna Guerrero. Daniel estaba solito varado en la playa: había nacido hacía muy poco tiempo y ya era huérfano. Aún conservaba el cordón umbilical que por doce meses lo conectó a su mamá; la cual se presume murió de causa desconocida. Sin pensarlo dos veces, Benjamín, el hombre, decidió adoptar a Daniel, el manatí.
Me pregunto si el Dr. Morales pensó qué exactamente iba a hacer con un manatí bebé. Lo dudo. La irresistible sonrisa del crío lo debió cautivar súbitamente y para siempre. El caso es que Daniel fue trasladado a un estanque en El Colegio de la Frontera Sur-Chetumal, en donde por muchos días y muchas noches fue amamantado con biberón y leche de fórmula por su nuevo padre y por entusiastas jóvenes chetumaleños que también sucumbieron al hechizo de la sonrisa más encantadora del reino animal.
Durante 13 años Daniel vivió en semi cautiverio en instalaciones especialmente construidas para él. Era el único huésped y el más visitado. En mayo de 2016 fue liberado, y me duele imaginar el corazón destrozado de Benjamín cuando él mismo abrió las puertas del estanque para que Daniel se marchara a recorrer el mundo con los de su especie.
A pesar de los esfuerzos del Dr. Morales para que se independizara, el manatí Daniel jamás quiso marcharse. A veces se ausenta por días, semanas o meses, pero siempre regresa. Y cada vez que vuelve imagino la agridulce mezcla de felicidad y tristeza que invade a Benjamín. Es como el hijo adulto al que un padre anima a dejar el hogar, pero que en lo más profundo de su corazón anhela jamás verlo partir.
Daniel pasa su vida comiendo, reposando, dejándose acariciar, pensando, explorando. Como Benjamín. Los dos nunca dejan de sonreír, aun en los momentos más críticos, como cuando abandonado y olvidado por todos, el hambriento Daniel languidecía porque las autoridades no quisieron pagar más su comida. Todos le dieron la espalda; menos el hombre manatí que con su salario compraba cada día lechugas, jícamas y zanahorias para calmar el voraz apetito de su amado hijo adoptivo.
Porque, debe usted saber lectora, lector, que los manatíes comen cada día entre 10-15% de su peso corporal y se alimentan de todo tipo de vegetación acuática. Por eso, Daniel y los de su especie son agentes naturales que controlan el crecimiento desmedido de vegetación en las vías de navegación y canales de irrigación. Y, al hacerlo, protegen nuestra salud y economía. Aunque fuera sólo por eso, deberíamos respetarlos, cuidarlos.
En septiembre del año entrante Daniel cumple 20 años. Y, como otros manatíes, podría vivir hasta 65 años—exactamente la edad que hoy tiene su amigo Benjamín, quien a finales de este año se jubila después de haber dedicado su vida adulta a descubrir y contarnos los secretos de los manatíes de la Bahía de Chetumal. Me ha dicho que se dedicará a la agricultura sustentable y a escribir sus memorias. Cierro los ojos y me lo imagino a diario caminando pausadamente, en el crepúsculo de sus días y de su vida, buscando ansiosamente la reconfortante sonrisa de su amigo Daniel en uno de los muelles de Chetumal.
No puedo dejar de pensar en los otros manatíes que el Dr. Morales ha bautizado y marcado con radio transmisores satelitales para espiar sus vidas, de día y de noche: Pancho, Luna, Yolanda, Leonardo, Angie, Yubarta y Poseidón. Los siete samuráis de Akira Kurosawa que luchan por sobrevivir en medio de las múltiples amenazas que los acechan a ellos y a su hábitat. Las buenas noticias son que, hoy, 150 manatíes viven en la Bahía de Chetumal y la Península de Yucatán.
Esta es, pues, la increíble historia del manatí que soñaba con ser hombre y del hombre que se convirtió en manatí.
Posdata
. Hoy celebramos el Día Mundial del Medio Ambiente . Me llena de esperanza saber que, en México, Colombia y en todo el Caribe, hay miles de mujeres y hombres transformándose cada día en jaguares, delfines rosados, teporingos, murciélagos, mariposas, colibríes, vaquitas, tiburones, cocodrilos, ajolotes, ranas, búhos, pirarucúes, pejerreyes, cóndores, águilas reales, armadillos y, sobre todo, en orquídeas. Somos legión con una misión: salvar la diversidad biológica de nuestra amada América Latina para ésta y las generaciones futuras.