El 22 de abril, en el Día de la Madre Tierra, es justo honrar la fuerza de “lo femenino”. Es una celebración que no alude específicamente a las mujeres, ni como madres, parejas, hijas o hermanas. En este ensayo, lo planteo como un tributo a los poderes complementarios que se manifiestan, a veces de manera contrapuesta, en lo femenino y lo masculino en el reino animal.
¿Qué impulsa a una tortuga laúd que se alimenta en Japón a cruzar 11,000 kilómetros en el océano Pacífico y depositar sus huevos en la misma playa en que nació, décadas atrás, en las costas de Michoacán, Guerrero o Oaxaca?
Tortuga marina laúd cría. Foto: Luis Díaz Gamboa
¿A qué fuerzas invisibles responde una ballena gris preñada para nadar 8,000 kilómetros durante cinco meses, día y noche, sin detenerse ni comer, desde el Ártico hasta las lagunas costeras de la Baja California en donde nacerá su ballenato?
Hembra y cría de ballena gris. Foto: Sergio Martínez PRIMMA-UABCS
¿Qué condujo a la famosa tiburón ballena, Río Lady, probablemente preñada, a partir de Isla Mujeres en Quintana Roo, navegar 8,000 kilómetros a través del océano Atlántico hasta llegar a África, pasando por el archipiélago de San Pedro y San Pablo, a mil kilómetros de la costa de Brasil?
Tiburón ballena. Foto: Gustavo Costa
Y ¿por qué una mariposa monarca, de sólo medio gramo, aletea 3,000 kilómetros desde Canadá y Estados Unidos para llegar a los bosques de oyamel, pino y encino en el centro de México, en donde se aparean para asegurar la supervivencia de su especie?
La verdad es que no lo sabemos. Seguramente son manifestaciones forjadas durante millones de años, que forman parte de la intrincada trama evolutiva-ecológica de la vida. Quizás son expresiones ancestrales de llamamientos arquetípicos que afirman lo femenino, los anhelos de un subconsciente animal profundo y compartido. Sea como sea, en el Día de la Tierra no desaprovechemos la oportunidad de regocijarnos en el mundo natural y en la fuerza vital de la esencia de los femenino—una esencia que, en el sentido amplio, se encuentra en los cromosomas de todos los seres humanos, y seguramente también en el cosmos.
En ese contexto, retornemos a los insectos. A esos millones de especies de bichos cuya dominancia les ha permitido imponer su ley en el planeta por más de 400 millones de años. Esos omnipresentes artrópodos equipados con dos antenas, tres pares de patas, dos pares de alas. Pensemos en las 380,000 especies de escarabajos, las 20,000 especies de abejas, las 135,000 especies de moscas y mosquitos, y las 120,000 especies de mariposas y polillas. ¿Por qué? Porque sin ellas, la Tierra, nosotros, no seríamos los que somos. Sin el trabajo de los insectos, especialmente de los polinizadores, los humanos estaríamos en graves aprietos.
Mi insecto predilecto es la mariposa monarca—porque encarna la esencia, los alcances de lo femenino. Con razón la palabra griega psique se refiere al alma de una mujer, o a una mariposa. La monarca, migrante sin visa, viajera tenaz que realiza la segunda migración más extensa de los insectos—sólo después de la Pantala flavescentes, una libélula transoceánica que viaja 14,000 kilómetros, entre la India y el este de África.
La monarca que surca los cielos de tres países para fundirlos en uno solo, indivisible. Por su ensamblaje genético, ella sabe cuándo partir de Canadá, cómo maniobrar sobre el inhóspito medio oeste estadounidense y cuándo llegar a su Shangri-La en la cima de las montañas de Michoacán y el Estado de México. Una maravilla natural que hoy está amenazada por los glifosatos que destruyen su hábitat en Estados Unidos, la tala ilegal de sus bosques de hibernación en México y el cambio climático.
Si nos dejamos arrebatar a la monarca no sólo perderíamos una mariposa o una migración. Perderíamos también los enormes servicios ambientales asociados con la polinización de plantas silvestres y cultivos. Perderíamos historias humanas ancestrales y el folklore que entrelaza a tres países. Perderíamos a la embajadora estrella del elemento femenino del ser.
Como tributo a esa esencia de lo femenino que habita en todos nosotros, en el Día de la Tierra detengámonos, por un instante, a pensar en la metamorfosis de cada uno de esos 400 huevecillos amarillos de 0.46 miligramos que una mariposa monarca pone—los huevos que, sólo dos semanas después, se transformarán en larvas tres mil veces más grandes que el huevo. Regocijémonos con las crisálidas, las mariposas hijas, nietas, bisnietas, tataranietas; estas últimas son aquellas que desde tiempos inmemoriales vuelan cada invierno de regreso a México.
Un invierno, hace 15 años, mi hija Pía (entonces de sólo cuatro años) y yo caminábamos, tomados de la mano, a 3,000 metros sobre el nivel del mar. Entre bosques de oyamel y encino en El Rosario, un santuario comunitario de la mariposa monarca en Michoacán. Jamás olvidaremos el riachuelo ensordecedor de lepidópteros que nos arrolló, ese torrente de mariposas que arrebatadas descendían a beber las gotas de rocío que el alba les dejó. Con los ojos cerrados, acurrucados, abrazados esperamos que se desvanecieran esos aleteos macondianos anaranjados y negros de Danaus plexippus. Quizás eran descendientes lejanas de las mariposas amarillas colombianas que precedían las apariciones de Mauricio Babilonia, aquel personaje mágico de los Cien Años de Soledad del Gabo.
Estoy convencido de que la supervivencia de todas las especies, de la Tierra misma, yace en la vitalidad y la generosidad de lo femenino.
A Pía dedico estas líneas.
Ambientalista