A Pablo Milanés, por Yolanda, El breve espacio en que no estás y otras más.
Silenciosamente, sin aviso, los recuerdos de ese angosto casi quieto manantial geotermal de colores azul verdoso y amarillo rojizo se me escurrían de la memoria gota a gota. Recuerdos de un mundo en miniatura encajado de la nada en la cuenca del río Conchos en el Desierto Chihuahuense.
Un mundito conocido como “El Pandeño”, situado a menos de dos kilómetros de Julimes y a 85 kilómetros de la ciudad de Chihuahua.
Cada día se hacían más borrosos esos coloridos cuerpecillos elongados en los que sobresalían un par de ojazos negros que fijamente me miraron desde abajo. Hasta que un día se convirtieron en retratos mentales en blanco y negro de cachorritos inmóviles, sumergidos en un caldero hirviente congelado por el correr de los tiempos. Pero no eran imágenes de cachorros de perro, sino del pez cachorrito de Julimes. Piscis no Canis.
Tal vez mi desmemoria fuese resultado de los momentos fugaces que permanecí en el único lugar del planeta en donde estos cachorritos viven. O, probablemente, cuando los vi hace muchos años mi mente fue incapaz de concatenar las disímiles escalas que los humanos usamos para medir espacios-tamaños y miles de años de evolución. Como sea, ese mundo insólitamente minúsculo de repente cayó sobre mí, como una cortina evolutiva que se corría para mostrar esa ciénega geotermal llena de vida.
Lo extraño es que hace unos días, como de la nada, esas imágenes refundidas en el subconsciente me asaltaron, nítidas, en la madrugada que me supe contagiado de COVID. Ensoñando, mientras recluido vadeaba los zarpazos del virus, decidí que era tiempo de escarbar en la memoria y escribir un relato lo más fidedigno posible, aun en tales circunstancias.
Algo regordete, el cachorrito de Julimes mide hasta cinco centímetros y su cabeza, boca y ojos son muy grandes, al punto que parecen desproporcionados. Los machos son de color café grisáceo con tonos azul brillante, las hembras son ocre anaranjadas—y ambos sexos están delicadamente retocados con pinceladas más oscuras, azules o amarillas, que parecen envolverlos, de costado a costado, como si fueran diminutas cebras acuáticas.
Nadie sabe cuántos cachorritos de Julimes viven y no conocemos gran cosa sobre su biología y ecología. Lo que sí sabemos es que es el vertebrado que pasa toda su vida en las aguas más calientes—la temperatura varía entre 38 y 46 grados centígrados—y probablemente por eso no tiene depredadores naturales. Aun así, está en grave peligro de extinción.
Este pez vive únicamente en “El Pandeño”, un hogar manantial de aguas termales con 40 a 80 centímetros de profundidad y solo 287.62 metros cuadrados—casi la mitad de la superficie que ocupa la bóveda de la Capilla Sixtina que Miguel Ángel pintó al fresco hace 500 años.
Pero al cachorrito de Julimes no parece preocuparle que su mundo sea tan pequeño. Nace, crece, se alimenta, se reproduce y muere entre mosaicos de colores y una gama de texturas
fraguadas por las microscópicas cianobacterias que embellecen y hacen habitable su casa. Antes consideradas algas verde-azules, en verdad son bacterias azules cuyos ancestros se originaron hace 3500 millones de años y fueron los principales productores primarios—y los cimientos de los ecosistemas—durante al menos 1500 millones de años.
Las cianobacterias realizan la fotosíntesis—un proceso metabólico que utiliza luz solar, agua y dióxido de carbono para producir oxígeno y energía química que se almacena en forma de azúcar. De este proceso depende la mayor parte de la vida en la Tierra. Lo sorprendente es que las cianobacterias llevan a cabo una fotosíntesis oxigénica: el agua es el donante primario de electrones y el oxígeno es un producto de desecho.
Por eso, las cianobacterias jugaron un papel crucial en la acumulación de oxígeno en nuestra atmósfera, permitiendo que la vida conquistara la Tierra. De hecho, sin estos microorganismos la mayoría de los seres vivos no estarían ahora aquí, incluyéndonos a nosotros, el cachorrito de Julimes y dos especies que comparten su micromundo geotermal, y también están en peligro de extinción—el pez guayacón de Julimes (Gambusia sp.) y la cochinilla de Julimes (Thermosphaeroma macrura).
Otro habitante de éste y otros manantiales cercanos, descubierto por los científicos en 1991, era el diminuto (de sólo dos milímetros de altura) caracol de Julimes (Tryonia julimensis), que parece haberse esfumado sólo diez años después por que le destruyeron el hábitat.
Hace unos quince años caminé por el mundo del cachorrito de Julimes. En menos de una hora ya lo había recorrido todo, aun considerando las paradas para observar su comportamiento y su hábitat. Para un biólogo de campo acostumbrado a pasar meses o años en los extensos ambientes en donde viven las especies que estudié—principalmente mamíferos acuáticos migratorios—la sensación de haber caminado el hábitat completo de un animal era inverosímil.
Perplejo, me pregunté: ¿y ahora qué?
Sentí entonces la necesidad imperiosa de caminar el mismo trayecto de regreso, como para tratar de convencerme de que realmente estaba abarcando todo el hábitat de una especie. Volví sobre mis pasos, ahora más lentamente, pero mi desasosiego no cedía. De repente, en una pequeña bahía en la orilla opuesta, en donde sólo unos minutos antes había observado a los cachorritos de Julimes, con horror atestigüé el caos que dejaron las pezuñas de las vacas que venían de potreros aledaños a calmar su sed en este santuario evolutivo.
En ese instante supe que lo que tanto me mortificaba era la comprensión de la apabullante fragilidad del hábitat tan reducido del cachorrito. Y de que las vacas o la desaparición del manantial por la sobreexplotación del agua o por las sequías debido al calentamiento global podrían borrar—de un zapatazo y para siempre—a este pez de la faz de la Tierra.
Epílogo. - “El Pandeño” y sus huéspedes más distinguidos—el cachorrito, el guayacón y la cochinilla de Julimes—probablemente desaparezcan a consecuencia de actividades humanas. La única duda es cuándo. Porque están acechados, atrapados sin salida entre cultivos sedientos que agotan el agua, balnearios “curativos” abarrotados y la contaminación proveniente de escurrimientos urbanos y agrícolas.
Y no tienen a dónde huir.
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