La Península de Yucatán es una enorme plataforma de roca caliza de 165,000 km². Abarca una de las formaciones kársticas más extensas del mundo y el sistema de acuíferos subterráneos más espectaculares del planeta—miles de kilómetros de ríos y lagos subterráneos. Este mundo acuático escondido es en gran medida el resultado de un raro encuentro entre cuestiones cósmicas y terrestres; un meteorito enorme que se estrelló con nuestro planeta hace 65 millones de años y que cambio el curso de la historia.
Cuando el meteorito Chicxulub golpeó a la Península de Yucatán el impacto fracturó la frágil piedra caliza de la región, abriendo fisuras y huecos que permitieron que virtualmente toda el agua superficial drenara a cavernas y túneles sin luz, formando un mundo subterráneo como no existe en ninguna otra parte de la Tierra. Este enorme sistema de ríos subterráneos y cuevas encontraron comunicación con la superficie a través de hoyos con agua, o cenotes ( ts'ono'ot en lengua maya).
Esta rara confluencia de asuntos celestiales y geología terrestre jugó un papel clave en el desarrollo de la antigua civilización maya, ya que el mundo subterráneo llegó a ser el inframundo maya, Xibalba, y los cenotes se convirtieron en puertas entre dos mundos. Este mundo acuático subterráneo drena lentamente hacia el Mar Caribe. Hace 30 años, los científicos documentaron aquí la existencia de unos 7,000 cenotes; hoy, algunos creen que el número real puede ser de casi el doble.
Esta es la crónica de mi visita reciente a uno de esos alucinantes cenotes, conocido localmente como el Templo Mayor.
“Bienvenido al reino de Batman”, me dice orgulloso Einner mientras me agacho para evitar golpear mi cabeza con la dura roca caliza a medida que entramos a un cenote en Chemuyil, Quintana Roo, en la Península de Yucatán. Einner es un joven ejidatario y líder de Bejil-Ha –Camino del Agua–una sociedad cooperativa ecoturística de jóvenes comprometidos con su comunidad, con México y con nuestro planeta.
Es mi primer viaje al inframundo mexicano, al inframundo maya. Mi primer encuentro cercano con los cenotes, con eso que los mayas llamaron “cosa honda, abismo, profundidad”. Mi primer contacto con esos hoyos con agua que han estado aquí 65 millones de años y que aquí seguirán después de que la especie humana se haya extinguido. Es mi primera experiencia en cavernas sumergidas custodiadas por murciélagos, desde siempre y para siempre.
Es mi primera vivencia en ese desconocido mundo subterráneo, y en esas bahías serenas asentadas en la larga y sinuosa senda que todos los mexicanos debemos recorrer en nuestro viaje después de la muerte. Los cenotes son el camino a Xibalba, el inframundo maya, en donde sólo moran dioses, seres sobrenaturales, criaturas aterradoras y nuestros ancestros.
Aquí, bajo la tierra; aquí bajo el agua; aquí está la entrada al inframundo mexicano. Aquí, en donde las almas viajeras de los que fallecieron recientemente se reflejan en las estalactitas que penden del techo de la cueva y las estalagmitas que se elevan desde su piso. Aquí, en el corazón de la Selva Maya; aquí, en el comienzo del mundo y el espíritu del ilustre pueblo maya.
Los cenotes son portales de aguas azules, diáfanas, jaspeadas por destellos solares que se derraman a través de ventanas en la azotea del inframundo. Son hoyos húmedos que amorosamente penetran las entrañas de la Península de Yucatán. Son los puertos apacibles en los que ancla el sistema circulatorio de los ríos subterráneos, en donde se conectan con la tierra que los cubre para enlazarse con la majestuosa Selva Maya–una de las masas forestales más imponentes del planeta. Una selva sólo comparable con mi amada Amazonía.
Los cenotes son nuestra sangre roja, nuestra piel caoba, nuestra boca y lengua, nuestros ojos y nuestros pulmones. Lugares en donde reposan nuestras almas ancestrales. Y son todas las criaturas que allí viven: murciélagos, la dama blanca ciega y otros peces ciegos que devoran camarones diminutos, esponjas, bivalvos y crustáceos incoloros, y tortugas, iguanas, sapos, ranas, golondrinas y el pájaro Toh.
Los cenotes son el único hogar de Xibalbanus tulumensis, un minúsculo crustáceo ciego, venenoso, hermafrodita cuya distribución ancestral está geográficamente vinculada con el antiguo Mar de Tetis y cuyo nombre honra a Xibalba, el inframundo maya–un mundo en el que nos extraviaríamos eternamente si no existieran esos hoyos húmedos para guiarnos.
“Hagamos la oscuridad eterna”, nos dice Einner. Sumergidos en el agua, en el corazón del cenote a doce metros debajo de la selva, apagamos nuestras pequeñas lámparas; hacemos la oscuridad y “el silencio”. Lo que mis ojos abiertos de par en par ven es la fusión infinita entre oscuridad y luz eternas–un estado de gracia, morir sin estar muerto, una paz indescriptible y un sosiego sin fin.
Flotando, cierro mis ojos intentando ver, pero no hay diferencia con la oscuridad eterna. Sumergido hasta el pecho, lentamente muevo mi mano izquierda hacia el agua, sintiéndola marcharse por el aire, independiente del resto de mi cuerpo, hasta que entra al agua–demostrándome que, aquí, la frontera entre aire y agua no es más que un espejismo.
Para llegar al corazón del cenote nadamos bajo un bóveda enmarcada por los alucinantes espeleotomas, que parecen las fauces de Tyrannosaurus rex: son las estalactitas que cuelgan del techo y las estalagmitas que suben desde el piso de la cueva; las dos creciendo, gota a gota, desde direcciones opuestas una hacia la otra, como los dientes de algún carnívoro fosilizado. Cuerpos calcáreos que se confrontan espacialmente, esculpidos micra a micra, durante millones de años. Arriba, conos irregulares, puntiagudos, cada uno con un conducto central por el que circula lentamente agua mineralizada; abajo, formas macizas, construidas gota a gota, redondeadas como macarrones.
Cada estalactita y estalagmita nace de una simple lágrima de agua mineralizada que brota del techo de la cueva. Las formaciones de caliza crecen, una arriba, la otra abajo, porque las gotitas que chorrean contienen calcita, un mineral que permanece arriba y se acumula abajo. Formaciones rocosas que parecen buscarse entre sí, siempre gravitando lentamente hacia un beso terrestre, geológico. Son el yin y el yang del inframundo mexicano.
Mientras nadamos, por todos lados veo raíces delgadas de los álamos descendiendo de la selva para saciar su sed en el agua cristalina. Porque el cenote es al mismo tiempo un jardín flotante y un jardín colgante. Mi imaginación me transporta a los jardines del Edén y a Shangri-La.
Siento cómo esas frágiles raíces, cual delicados hilos, se abren camino desde la selva hacia abajo, metiéndose por las minúsculas hendiduras talladas en las rocas durante millones de años. Raíces que, por meses o años, milímetro a milímetro, avanzan zigzagueando hasta llegar al agua en la que saciarán la sed de los árboles que crecen arriba–raíces que parecen apostar una carrera con las estalactitas para ver quién llega primero al agua del cenote.
“Escuchemos al cenote”, nos conmina Einner. Agudizo el oído, pero no escucho absolutamente nada. De pronto, siento en el rostro el aire cálido desplazado por un revoloteo de alas que no son alas de pájaro, y escucho el sonido inconfundible de las largas, membranosas alas de un murciélago, y huelo su aliento agridulce cuando pasa por mi cara, a doce metros bajo tierra.
Y después pasa otro murciélago y luego otro, y muchos otros más, agitando sus gigantes y delgadas alas en mi cara, desfilando, uno a uno, en una frenética procesión quiróptera. Los guardianes del cenote nos notifican que estamos en su territorio, que siguen todos nuestros movimientos y pensamientos, y nos advierten que más vale que tengamos intenciones honorables, porque estamos a su merced en esta oscuridad eterna.
Pero, para mi sorpresa, después de unos pocos minutos me doy cuenta de que todos los sonidos y olores y movimientos son una ilusión; no hay muchos murciélagos, sólo hay uno—el mismo individuo curioso que veloz da vueltas a nuestro alrededor una y otra vez, como haciendo un inventario de nuestra presencia.
Sin ver nada, pero con los ojos abiertos de par en par, disfruto el sonido del aleteo y los aromas de esta incomprendida y vilipendiada voladora criatura de la noche–y campeona planetaria en devorar insectos, esparcir semillas y polinizar plantas. Benditos sean los murciélagos. Son los únicos mamíferos voladores que han conquistado el planeta, excepto la Antártida. Los murciélagos son los mejores amigos de Batman, animales a los que los humanos les debemos tanto. Son criaturas cegatonas que hablan ultrasónicamente, por lo que ningún humano puede entender ni una palabra de lo que dicen.
Einner interrumpe mis divagaciones: “Eso no es nada, Omar, regresa pronto para que escuches los sonidos de campanas cuando los murciélagos vuelan y sus alas rozan las estalactitas que cuelgan del techo de la cueva”. Y no puedo imaginar nada más glorioso que una sinfonía de murciélagos interpretada en el inframundo mexicano.
De repente, sólo segundos después de encender nuestras lámparas, veo burbujas de aire emergiendo en la superficie del cenote. Meto la cabeza al agua, agudizo la vista y lo que veo a través de la máscara de buceo me transporta a escenas de “2001 Odisea del Espacio” y “Operación Trueno”, mi película favorita de James Bond, el agente 007. A sólo diez metros de nosotros, dos estilizados buzos, como extraviados ángeles subterráneos en trajes de neopreno azul plateado, son jalados por pequeños vehículos de propulsión equipados con potentes lámparas.
Primero pienso que probablemente estoy alucinando debido a la falta de niveles suficientes de oxígeno en la cueva; después pienso que los buzos son seres de otra galaxia; y finalmente, que he muerto y emprendido mi propio camino a Xibalba. Al verme estupefacto, Einner me tranquiliza y explica que solo son dos de los muchos espeleólogos que se pasan la vida estudiando y protegiendo los cenotes y los ríos subterráneos, que en esta región se conectan por centenares de kilómetros de túneles subacuáticos laberínticos.
Cuando llega el momento de decir adiós a la puerta al inframundo, desde la entrada a la cueva inundada volteo para ver una última vez los rayos de luz solar que entran por una gran grieta en el otro lado de la caverna, un polo de luminosidad en donde el cielo se encuentra con el inframundo.
Con nostalgia anticipada, hundo la cabeza para dar un vistazo fugaz con mi visor al resplandor del sol que ilumina una pequeña plataforma rocosa medio sumergida en ese extremo del cenote. Es una tarima natural que posiblemente sirvió como lugar de contemplación a un emperador o a un sacerdote maya. Un resplandor sólo visible para aquellos convencidos de que la frontera entre aire y agua no es más que un espejismo.