Omar Vidal

Amores perros

Cerca de aquí descansan los restos de uno que poseyó belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad, y todas las virtudes del hombre sin sus vicios. Epitafio para un perro, Lord Byron

Lomitos. Foto: Cortesía
01/07/2023 |03:33
Omar Vidal
autor de OpiniónVer perfil

A Pía

No sé, lectores, si ustedes viven o han vivido con perros. Yo sí, toda la vida.

De chico con Capi, pekinés blanco travieso y con una pastor collie de sonrisa encantadora, pero de la que olvidé su nombre. Después con Sirio, husky siberiano de alma esteparia mezclado con malamute de Alaska; con Gabo, noble beagle que murió viejo y convencido de haber sido padre de nueve pastores alemanes; y con Liongo, Gabo, Voxy, La Güera y Tigre–algunos de los pastores alemanes.

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Por milenios los perros han acompañado a su mejor amigo, Homo sapiens, en su evolutivo divagar planetario. Perros mitológicos, perros legendarios, perros enterrados con sus amos, perros salvadores que llevan a sus muertos sobre olas y corrientes, guiándonos al más allá. Dragones perros dragones.

Gozques cristalinos, cánidos divinos, perros mayas, perros del segundo día del Año Nuevo chino, perros que salvaron a su santo patrón San Roque siempre retratado con uno de ellos. Perros de Zeus, alanos extintos, Xoloitzcuintle, perros hindúes callejeros sagrados abandonados en blanco y negro, perros grises y amarillos y moteados y multicolores que ladran y muerden a quienes no los merecen.

Perros jadeantes de narices frías en noches congeladas de 101 dálmatas, chuchos transparentes, sabuesos del Señor de los Dominicos, Anubis egipcio. Perros libres, mastines falderos, perros encadenados, Fenrir nórdico. Perros zoroastras protectores, justos y limpios, canes de mirada purificadora. Y Cerbero –el perro guardián de tres cabezas y cola de serpiente que encadenado en la puerta del inframundo a todos pacientemente nos espera.

Perros y humanos, amores perros.

Canis familiaris pariente de lobos, coyotes, zorros, dingos, chacales y licaones nacidos para olfatear y oír. La historia evolutiva de estos silenciosos y rápidos ditígrados –los que caminan apoyados sólo en los dedos de las patas– se remonta a por lo menos 15 mil años, posiblemente a 100 mil años, cuando fueron domesticados del lobo gris en Asia oriental y simbióticamente vivieron con los humanos compartiendo hábitat, alimento, compañía, la vida, la muerte.

Una relación que no ha sido gratuita para los perros, pues como resultado de cruzas inducidas por su mejor amigo y periódicos cuellos de botella genéticos, muchas de las 400 razas modernas ahora sufren de epilepsia, coronavirus, displasia, hepatitis, ceguera, sordera, Alzheimer, cáncer, enfermedades del corazón, rabia. Como su mejor amigo.

Hace unos días, Tigre, nuestro más fiel compañero, fue diagnosticado con dos sarcomas mortales: uno en el hígado, el otro inoperable le roba el aliento atravesando su noble corazón. Está desahuciado. Tigre es hermano de La Güera y los dos son hijos de Voxy –esa amorosa pastor alemán ya muerta que hace casi diez años los parió en casa junto a otros siete cachorros, refrescando entre parto y parto con helado de vainilla su lengua partera lacerada. La Güera y Tigre son parte indivisible de esta familia humana de cuatro que los ha amado incondicionalmente.

Escribo estas líneas mirando a Tigre a través de la siempre abierta ventana puerta de mi estudio biblioteca por donde, ocasionalmente y sin avisar, veloces entran y salen volando colibríes como Pedro por su casa.

Lo veo echado sobre el pasto, pensativo, respirando pausadamente, echándome un sentimental vistazo perruno de cuando en cuando. Tal vez deseando irse a dormir y soñar para siempre en ese microclima familiar de oyameles, pinos, nísperos de Japón, árboles de cepillo, aguacates, camecíparis, cenizos, lenguas de vaca, lirios, orejas de ratón, begonias ala de ángel, anacahuitas, falsos brezos mexicanos, garras de león, ficus, azaleas, acantos, yacas, cafés, algodoncillos, arantos, flores de princesa y otra flora que durante casi dos décadas con Patricia hemos sembrado, o que por su cuenta han volado hasta aquí.

Cerca de aquí, en nuestro panteón canino en donde juntos yacen Voxy y Gabo. En donde, eventualmente, descansará La Güera; y en donde, ojalá, también repose yo cuando me marche a mis cámaras de invierno –como solía decir mi madre, quien está en las suyas desde el 27 de junio del año pasado.

Tigre no parece tener dolor –se le ve alegre, bello, feroz sin coraje, sin indolencia, sin vanidad, sin vicios, virtuoso. Lo sigue cautivando caminar por el bosque, explorar, olfatear, ladrarles a otros perros, escucharlos, hacer pipí en sus árboles favoritos, comer, perseguir a La Güera y que le susurren cariño en las orejas. Pero, por sobre todas las cosas, le gusta que lo apapachen. ¡Ah, porque cómo le gusta a Tigre que su familia humana lo apapache! Tal vez por eso, terco, no quiere morirse.

Pero, tarde o temprano, el cáncer implacable terminará doblegando al indomable Tigre, quien poco a poco se va apagando como una pila o una velita a la que lenta pero inexorablemente se le escapa la vida soplando bajito su energía. Un día se siente bien, al otro día amanece apachurrado. Hasta que su corazón, de repente, se detendrá. Él lo sabe, su hermana lo sabe, su familia lo sabe.

Escribo anticipadamente este obituario como para sosegar la pena, al vaivén de las melancólicas Água de Beber, Águas de Março, Corcovado y otras canciones de Antônio Carlos Jobim. Como si leyera mis pensamientos –y mis garabatos– Tigre ha venido ya trece veces a interrumpirme para que lo apapache. Trae en la boca su babeado juguete favorito –ese lazo grueso verde brillante con un nudo grande central y flecos mascados miles de veces del que no se desprende ni de día ni de noche; el mismo lazo con el que La Güera lo corretea por toda la casa de esta familia a la que por una década los dos hermanos han protegido y amado.

A Tigre le queda poco tiempo, quizá sólo días, semanas, máximo un par de meses dicen los veterinarios. Tigre siendo Tigre ladra exigiendo apapachos, no le gusta comer solo. Y aquí nadie se raja. Aquí todos nos engañamos diciéndonos que vivirá muchos meses más, tal vez años.

Hace como una hora Tigre se echó a mis pies. Parece resignado, casi listo, y por eso dos cosas le susurro al oído. La primera, que disfrutemos cada instante que nos quede juntos. La segunda, que cuando llegue su hora su familia humana lo abrazará y le dirá adiós con una agridulce mezcla de tristeza y agradecimiento por haber tenido a un compañero que por una década caminó sobre sus dedos a nuestro lado.

Tigre, cuando llegue tu hora, y la mía, nos vemos cerca de aquí entre yacas y aguacates.

Posdata. Extraño al Alejandro González Iñárritu de Amores perros, Cofi, Richie, los canes de El Chivo, Diógenes de Sinope.


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