En agosto de 2018  que la legislación e instituciones ambientales mexicanas evolucionaron del enfoque inicial en contaminación, en la década de los setenta, a la construcción de la estructura actual, en los ochenta y noventa: una ley general, la secretaría de medio ambiente y la procuraduría federal, el instituto nacional de ecología y las comisiones nacionales de agua, biodiversidad, recursos forestales y áreas protegidas.

México se preparaba para enfrentar sus desafíos ambientales y cumplir los compromisos de la Agenda 21 y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en 1992. El desafío no sólo era emitir leyes o crear instituciones, sino acatar las primeras y fortalecer las segundas. Durante la segunda mitad de los noventa, el medio ambiente fue prioridad gubernamental, se consolidaron las instituciones y surgieron muchas organizaciones de la sociedad civil.

A partir del 2000, durante las administraciones de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, el medio ambiente pasó a tercer o cuarto nivel de importancia. En 2018, muchos pensamos que, con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, se presentaba una oportunidad histórica de construir una visión en que la protección ambiental y el uso responsable de los recursos naturales fueran pilares de nuestro desarrollo social y económico.

Después de casi cinco años de esta administración federal queda claro que nos equivocamos. Así las cosas, se antoja muy difícil que México satisfaga sus aspiraciones y cumpla los compromisos plasmados en la Agenda 2030 y sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, aprobados por los Estados Miembros de las Naciones Unidas en septiembre de 2015.

Sin pretender ser exhaustivo, bastaría considerar dos aspectos. El primero tiene que ver con los enormes impactos ambientales y conflictos sociales –actuales y proyectados– que varios megaproyectos gubernamentales prioritarios dejarán a la próxima administración. Mucho se ha escrito sobre ellos.

El segundo –más preocupante– es el desmantelamiento institucional, la pérdida de capacidades humanas y el debilitamiento presupuestal –deliberado y progresivo– de los órganos del Estado. Me refiero a la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, sus comisiones de áreas protegidas (CONANP), forestal (CONAFOR), agua (CONAGUA), conocimiento y uso de la biodiversidad (CONABIO) y uso eficiente de la energía (CONUEE); así como de procuración de justicia ambiental (PROFEPA) y los institutos nacionales de ecología y cambio climático (INECC), tecnología del agua (IMTA) y pesca y acuacultura (INAPESCA).

El último clavo al ataúd surgió hace unos días. El martes se publicó en la Gaceta Parlamentaria de la Cámara de Diputados la  por el que “se propone la fusión, integración o extinción de 18 órganos desconcentrados, organismos descentralizados, fideicomisos o unidades administrativas…” La reorganización “permitirá eliminar la dispersión de recursos públicos, para dirigirlos al cumplimiento de las funciones sustantivas del Estado, que consisten en satisfacer necesidades sociales y construir la infraestructura indispensable para el desarrollo nacional”.

Cuatro de los organismos amenazados tienen que ver con el medio ambiente: INAPESCA (con presupuesto anual de casi $496 millones), IMTA ($211 millones), INECC ($175 millones) y CONUEE ($93 millones). Un total de $975 millones. Y el uso de los recursos patrimoniales, cuando menos del IMTA e INECC, quedará a discreción de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Sorpresivamente, también se incluyeron la Dirección General de Educación Indígena, Intercultural y Bilingüe ($174 millones) y el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas ($71 millones); a pesar de que los objetivos de este último son promover el fortalecimiento, preservación y desarrollo de las lenguas indígenas, y el disfrute de la riqueza cultural de la Nación.

Por supuesto que la reestructuración para mejorar el funcionamiento y aumentar la transparencia de estos y otros organismos del Estado es bienvenida, en particular del INAPESCA. Pareciera, sin embargo, que ése no es el objetivo principal del proyecto de decreto, ya que el debilitamiento de las instituciones se ha convertido en un sello del gobierno actual.

Recordemos el destino del dinero de la extinción de los fideicomisos para ciencia manejados por el CONACYT. En junio de 2021 se supo que el gobierno compró la refinería Deer Park, en Texas, en 600 millones de dólares con recursos de esos fideicomisos. En agosto de 2022, en una reunión con diputados y senadores de la Comisión de Ciencia y Tecnología, la directora del CONACYT reconoció que los  se fueron a proyectos prioritarios del gobierno, que, presumiblemente, incluyeron el Tren Maya, la Refinería de Dos Bocas y el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles.

Si el Poder Legislativo aprueba este proyecto de decreto y manda al diablo a las instituciones: ¿Quién se ocupará de las lenguas indígenas, el cambio climático, la tecnología del agua, el uso eficiente de la energía y la pesca?

Suscríbete aquí para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión, y muchas opciones más.


Google News

TEMAS RELACIONADOS