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Después de superar la pandemia del coronavirus COVID-19, el mundo definitivamente tendrá que cambiar. Será otro y, con el paso de los días, seguramente seremos diferentes. Tendremos que aprender a desenvolvernos en una distinta “normalidad”.

En el turismo, la educación, el trabajo, el transporte, el sistema de salud pública, el ocio y la industria del espectáculo, etc., advertiremos cambios inmediatos. Además, seguramente se abrirán nuevos mercados, los cuales, ayer parecían inéditos, imposibles.

Sin embargo, los cambios más profundos que resentiremos se ubicarán en el imaginario social de nuestra afectividad. Además, serán complejos, afectarán nuestra forma y calidad de vida. Nuevamente estaremos juntos y, al mismo tiempo, necesariamente separados. Será extraño.

Una vez superado el desconcertante paréntesis que nos impuso la pandemia, la nueva automatización que acompaña el desarrollo de la cuarta revolución industrial, no solo reanudará su vertiginoso ritmo, inclusive sería factible esperar que, en los años inmediatos, observe una pronunciada aceleración.

La velocidad de los cambios tecnológicos empezó a ser estudiada en la década de 1960 por algunos científicos dedicados a la informática.

La ley de Moore, por ejemplo, postulada en 1965 por Gordon Moore, establece que cada 18 meses, aproximadamente, el número de transistores en un circuito integrado se duplica, y su costo se reduce.

La suficiencia explicativa de la ley de Moore pronto desbordó el ámbito de la producción de transistores y, fue recuperada en el imaginario de las ciencias computacionales, el desarrollo tecnológico y, por supuesto, la inteligencia artificial.

Ray Kurzweil afinó la ley de Moore para implantarla en el imaginario mismo de los cambios tecnológicos, al introducir la “ley de rendimientos acelerados”, la cual establece que “en el momento en el que un ámbito de la ciencia o la tecnología se convierte en información, se acelera y crece exponencialmente”.

Kurzweil, quien desde 2012 se desempeña como director de ingeniería de Google, es un exitoso empresario, músico, experto en inteligencia artificial, además de uno de los obligados referentes en temas de transhumanismo.

Kurzweil no solo considera factible que las computadoras consigan superar el test de Turing. El director de ingeniería de Google cree que ello podría ocurrir antes de que finalice la presente década. Una década que, en materia de economía, parece perdida.

El test de Turing es una prueba sobre la capacidad de una máquina para exhibir un comportamiento inteligente similar al de un ser humano o indistinguible de este.

Superar el test de Turing abriría el paso a la singularidad tecnológica. En ella, todo es incierto.

En octubre de 2010, Kurzweil publicó un interesante texto “How my predictions are fading” -en castellano: Cómo mis predicciones se están desvaneciendo- en el cual destacó que 86% de las predicciones que había realizado en el año de 1990 se han cumplido.

Por ejemplo, en 1990, en el libro La era de las máquinas espirituales, Kurzweil anticipó la caída de la Unión Soviética, el advenimiento de internet de las cosas, la computación en la nube, los sistemas de reconocimiento de voz en los teléfonos inteligentes, entre otros desarrollos tecnológicos.

Kurzweil ha fundamentado sus predicciones sobre el futuro, en la comprensión de los ritmos y direcciones de los cambios tecnológicos, destacando que la tasa de innovación en tecnologías de la computación no crece de forma lineal, sino de manera exponencial y, sus repercusiones trascienden el ámbito de las ciencias computacionales.

La inteligencia artificial, afirma Kurzweil, llegará a superar a la inteligencia del ser humano.

Kurzweil estima que alrededor del año 2050, gracias a notables avances en el imaginario de la nanomedicina y, mediante la introducción de nanorobots en el organismo, capaces de intervenir directamente en nuestras células, la esperanza y calidad de vida de las personas podría extenderse de forma notable.

El envejecimiento, efectivamente podría ralentizarse, inclusive, hasta podría revertise. Alrededor del año 2099 podríamos volveremos amortales.

Yuval Noah Harari, destacado historiador israelí, profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, coincide con los pronósticos del director de ingeniería en Google y, advierte que en el siglo XX el hombre se ha forjado el firme propósito de derrotar a la muerte y rediseñar la vida.

Hemos recuperado la utopía de Frankenstein.

La compleja intersección que se establece entre las tecnologías de información, la inteligencia artificial y, la biotecnología, podrían permitirlo.

La bioingeniería -afirma Harari- apuesta por acelerar el proceso de selección natural -el ascenso de humanos a dioses-, el cual puede darse a través de tres caminos: ingeniería biológica, ingeniería ciborg e ingeniería de seres no orgánicos.

La industria que explora las posibilidades de extender la vida, representa un atractivo mercado para grandes y poderosos inversionistas.

A través de Google Ventures, por ejemplo, Alphabet ha destinado miles de millones de dólares en la creación de empresas de biotecnología.

Además, han proliferado firmas de biotecnología avanzada que entre sus servicios ofrecen conservar cuerpos y/o cerebros de difuntos en refrigeración, esperando que, algún día, cuando la tecnología nos alcance, consigan “resucitar”.

Por supuesto que algunos excéntricos multimillonarios han pagado grandes sumas de dinero a quienes venden la esperanza de poder retornar de la muerte.

El COVID-19 ha desnudado nuestra fragilidad. Los seres humanos somos extremadamente vulnerables.

En el futuro inmediato podríamos estar expuestos a nuevas pandemias, cuyos efectos inclusive podrían resultar más devastastadores aún que el COVID-19.

Ante la posibilidad de enfrentar nuevas y más furiosas pandemias, en algunos sectores e industrias, se pretenderá apresurar la eventual sustitución de personas por autómatas. Ello, definitivamente agudizaría el desempleo tecnológico.

En el siglo XIX, Samuel Butler deslizó la posibilidad de pensar a las máquinas inteligentes como una nueva especie. La exaptación misma de la especie humana.

Con base en “ley de rendimientos acelerados”, el futurólogo Thomas Frey (2017) dedujo la “ley de las capacidades exponenciales”, la cual estable que: “con la automatización, cada disminución exponencial en esfuerzo creará un incremento exponencial y opuesto en capacidades”.

Frey presentó la referida ley en el libro Epiphany Z. Eight Radical Visions for Transforming Your Future -en castellano: Epifanía Z. Ocho visiones radicales para transformar tu futuro-.

En el imaginario del transhumanismo, Kurzweil considera que los implantes cibernéticos efectivamente mejorarían las capacidades del hombre, otorgándole nuevas habilidades físicas y cognitivas; además, le permitirán interactuar directamente con las máquinas.

La barrera entre humanos y las máquinas podría desvanecerse como resultado de la evolución tecnológica. Las IA dispondrán de pensamiento moral y -afirma- profesarán respeto a los humanos.

Además, la fusión entre la infotecnología y la biotecnología perfila la posibilidad de humanizar a las máquinas. Los deseos y las emociones podrían ser interpretados como complejos algoritmos bioquímicos.

Los algoritmos informáticos podrían aconsejarnos mejor que los sentimientos humanos. Para ello, afirma Harari, resulta clave el desarrollo del sensor biométrico.

En este prolongado paréntesis, debimos analizar los graves riesgos que pronto enfrentaremos.

Abrumados por la profuna desorientación que hemos experimentado durante tan extraños días, sencillamente optamos por centrar nuestra atención en lo inmediato.

En los días postcoronavirus, habremos de intentar dar respuesta a algunas de las interrogantes más importantes que ha impuesto el cambio tecnológico a la especie humana.

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