Por: Manuel Vélez y Elisa Norio
Aproximarse a la extorsión es una tarea complicada desde una perspectiva netamente cuantitativa. Las limitaciones son conocidas: la enorme cifra negra, los instrumentos precarios de medición, las diferencias conceptuales, por mencionar solo algunas. Lo cierto es que la extorsión es un delito que afecta en lo cotidiano el patrimonio y la integridad de las personas más de lo que aparenta y que queremos reconocer.
En alguna medida pudiéramos decir que las prácticas extorsivas en tanto acciones dirigidas a obtener dinero u otra utilidad para que alguien haga o deje de hacer algo por la fuerza o la intimidación, sacando una renta, son parte integral del día a día de los mexicanos, tanto en el papel de víctimas como en el papel de victimarios.
Quizás para alguien esta afirmación parezca exagerada, siendo que particularmente en los últimos 15 años, este delito en cuanto emergencia social se ha relacionado con la extorsión telefónica o por internet. Frecuentemente, las llamadas llegan desde las cárceles en diferentes estados del país, tanto que esta práctica se habría convertido en una industria en virtud del bajo costo de la amenaza que no requiere un nivel de respuesta particularmente alto para ser rentable.
Además de las extorsiones telefónicas, desde 2007 la diversificación de actividades ilícitas, producto de la fragmentación de organizaciones criminales originada por las políticas de seguridad, llevó al primer plano a la extorsión dirigida a unidades económicas coloquialmente conocida como derecho de piso, pero erróneamente interpretada como una importación del modelo siciliano del pizzo.
Sin embargo, las narrativas dominantes de la extorsión excluyen un sin número de transacciones cotidianas que estaban ya vigentes. En particular, nos referimos a actores legítimos e ilegítimos con los que los mexicanos se relacionan comúnmente que les imponen el pago de una suma de dinero indebida para prestarles servicios previamente pagados vía impuestos o servicios no requeridos en ámbitos informales.
A diferencia de la extorsión que involucra a criminales y el uso de la fuerza o reputación de la “marca” criminal (como en el caso de Los Zetas), la “extorsión blanca” no implica el uso de la violencia o la intimidación física accionable ni tampoco es privativa de una sola categoría de victimarios. Así, servidores públicos, organizaciones sociales o individuos aislados pueden involucrarse en estas prácticas tendientes a extraer una renta social sin que atraigan mucha atención mediática o que susciten una preocupación o rechazo significativo.
Los ejemplos abundan. La exigencia de “propinas” para la recolección oportuna de basura o para la entrega del correo o para apartar lugares de estacionamiento en las calles, representan ejemplos clásicos de extorsiones blancas frecuentemente percibidas como hábitos o prácticas culturales y racionalizadas a la luz de la precarización del empleo.
Así, en el caso de los franeleros, es frecuente identificar prácticas extorsivas de dos niveles. Por un lado, el pago por cada automovilista para “cuidar” el auto, pero por otro, la regulación informal de las calles por parte de las alcaldías y/o los policías que extraen una cuota del monto recaudado en el día generando así una suerte de protección estatal ilegal.
Otro ejemplo de extorsión blanca cometida por servidores públicos se da en el contexto de mercados notorios de piratería o de otras mercancías ilícitas. El ambulantaje es una estructura económica informal y organizada propicia para extorsiones blancas, a veces con marcados componentes criminales.
Estos mercados suelen ser persistentes y resistentes a las intervenciones porque existe protección estatal que beneficia a las agrupaciones comerciales, a los servidores públicos e incluso a actores políticos de cierta relevancia pública. Es innegable que las extorsiones engrasan las tuercas del control territorial, las barreras a la entrada y el clientelismo.
Aunque regularmente estas extorsiones escapan de los diagnósticos de política pública, demuestran que debemos pasar página o al menos no estancarnos en las narrativas típicas y lugares comunes. Mal haríamos en perpetuar una lectura sin cuidar los matices propios que exigen las condiciones del país.
Abordar el tema de la extorsión con una perspectiva local e histórica pudiera ayudar en construir un diagnostico útil para dibujar políticas públicas de prevención y sanción. Particularmente, el análisis debe enfocarse en las relaciones y transacciones de grupos de poder que haciendo un uso discrecional de su función han socializado estas prácticas.
@VelezManuel
@ElisaNorio