La seguridad, sin o con cada uno de sus adjetivos, es un tema enigmático. No sólo por el hermético vacío de información que la rodea, sino por el asombro y la conmoción que despierta. Como la máquina del cuento de José J. Veiga, “la máquina extraviada”, la Seguridad ha llegado a cualquier pueblo o ciudad, sin saber de dónde y sin explicaciones, a arruinarnos el postre, amontonarnos y hacer que no hablemos de otra cosa.
La máquina está ahí, en instituciones dedicadas a la prevención social de la violencia, Policías de los tres niveles de gobierno, Fiscalías y unidades especializadas en procuración de justicia, Poderes Judiciales y mecanismos de impartición de justicia, Centros de Reinserción Social, entre otros engranajes. Parece estática, inmóvil, como si no hiciera nada, pero en su interior los engranajes giran y crujen constantemente.
Los funcionarios instalan y operan la máquina, muchos desmotivados y sin tener clara la finalidad de sus acciones cotidianas. Son unos extraños para la mayoría de quienes viven con la máquina y por esa razón, prefieren no acercarse a preguntar. Luego, el desconocimiento genera expectativas que no se pueden cumplir y las expectativas incumplidas generan desconfianza.
Como niños, los opinólogos que no tienen respeto por el misterio, se acercan a la máquina. Hurgan entre sus recovecos sin una metodología; señalan un tornillo o el rechinido de algún rotor; o simplemente golpean un metal para escuchar su sonido. A veces lloran con descontrol si se atoran en algún diente de la trabazón hasta que alguien voltea a verlos; unos por frustración genuina, otros nada más por los likes o por distraer la atención sobre un componente.
Los representantes electos, cuando apenas son candidatos, hacen mítines en torno a la máquina. Prometen cambios, aseguran que el mecanismo M que compone la sección I debería apuntar hacia la izquierda. Una vez elegidos, asignan a funcionarios que con un plumero o un martillo van de aquí para allá sobre la máquina. Si la máquina genera algo positivo, se cuelgan la medalla sin preguntarse por el proceso. De lo contrario echan culpas y sacan planos (de otras máquinas en el mejor de los casos) para insultarse y señalar qué se está haciendo mal.
Pero también hay otras personas, las menos afortunadas, que se tropiezan directamente con la máquina y como el cajero de la tienda del viejo Adudes, pierden una pierna. Eso sin contar que la máquina, por omisión, a diario produce cientos de cuerpos mutilados. Atónitos por su ineptitud, llegan a sacudir con furia una de sus palancas sin tener seguridad del resultado.
Luego vienen otros y toman fotos, escriben columnas y notas con encabezados en focos rojos y alarmas. La gente se vuelve a asombrar y se tocan la cabeza y dice: “claro, tenía que pasar”, mientras pagan una suscripción mensual. Pero en realidad nadie sabe por qué pasa o al menos no desde los engranajes de la máquina.
La propuesta es el temor del narrador de la Máquina extraviada: “que caiga por aquí un joven… de esos despabilados… vea la máquina por fuera, por dentro, piense un poco y comience a explicar la máquina… pida en el taller un juego de herramientas
y se desate apretando, ensamblando y la máquina empiece a funcionar… si eso llega a ocurrir, el encanto se habrá roto”.
La seguridad es nuestra máquina extraviada no porque no funcione, en términos de producir algo, sino porque no sabemos cómo funciona. La opacidad es su maravilla.
Desde luego son preocupantes las violencias y los hechos delictivos, pero es más preocupante que a pesar del tiempo de la aflicción tengamos tan pocos datos públicos para entender. Somos como ese pueblo ignorante del cuento, absorto por una máquina cuya única claridad es que existe.
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