Por: Ixchel Bedolla

La mayor parte de las investigaciones recientes aportan evidencias suficientes para sostener que las sentencias en prisión tienen un impacto marginal como factor de prevención del crimen. Más aún, fortalecen la suposición de que vuelven a los sentenciados más propensos a la comisión de delitos, pues la vida en prisión le expone a una variedad más amplia de elementos criminales.

En sentido y contrario a lo que la información y el sentido común aconsejan, la prisión se utiliza cada vez más como forma general de castigo y es vista como el mecanismo adecuado para enfrentar la criminalidad. Para no ir tan lejos, es el caso por el actual gobierno federal ha recurrido a la fórmula de incrementar el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa.

De acuerdo con datos del Órgano Administrativo Desconcentrado Prevención y Readaptación Social, el sistema penitenciario de México se conforma por 288 centros penitenciarios que albergan a 223 mil 416 personas privadas de la libertad.

El diseño de dichos centros, a juzgar por la narrativa oficial, apuesta por el enfoque de la reinserción social, que la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (UNODC) define como “el proceso de integración social y psicológico al entorno de la persona, cuyo objetivo estriba en impedir que quienes han sido privadas de su libertad por haber cometido un delito, incurran nuevamente en estas conductas”.

Sin embargo, para lograr que el enfoque de reinserción sea una realidad palpable, y no una simple declaración de buena voluntad, hay condiciones indispensables que se deben cuidar. Una de ellas es evitar el hacinamiento y sus funestas consecuencias en la integridad personal de las personas privadas de libertad y la degradación de la convivencia carcelaria. Dicho en otras palabras, es impostergable avanzar en la reducción de la población privada de la libertad.

Existe una brecha entre la situación real y la situación ideal de las prisiones en México, el 47.5% de los centros penitenciarios del país se encuentran sobrepoblados. La situación revela un crudo dramatismo si además se tiene en cuenta que alrededor del 42% de las personas que se encuentran en la cárcel no tiene condena.

En las circunstancias descritas, conviene no desestimar la alta probabilidad de que la cárcel esté teniendo efectos contraproducentes en la reinserción social, sobre todo, en el segmento de los inculpados por delitos menores.

Las falencias del sistema carcelario actual no es razón suficiente para sostener la inutilidad de las cárceles como mecanismo de sanción y disuación de los actos delictivos, especialmente de los de mayor gravedad. Tan cierto como ello es la necesidad de ampliar los horizontes de acción para introducir y fortalecer instrumentos sancionatorios alternativos.

Organizaciones como la UNODC y el Banco Interamericano del Desarrollo han propuesto opciones que han demostrado ser más efectivas, como el trabajo comunitario, la libertad condicional, los mecanismos de vigilancia electrónica, la libertad condicional y la justicia terapeútica.

El tiempo para evaluar las experiencias actuales y para avanzar en una política de Estado en materia carcelaria, ajustada al enfoque superior de la reinserción social, es en este momento.

Investigadora del Observatorio Nacional Ciudadano.
@ixchelba

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