En el siglo XIX hubo un hombre que fue electo por voto popular como presidente de la “Magistratura de la Suprema Corte de Justicia de la Nación”; ello era conforme con lo establecido por la Constitución de 1857. Ese hombre, sin embargo, ocupó la presidencia de México tras el autogolpe de Estado provocado por Ignacio Comonfort. Aquel presidente de la Suprema Corte, de nombre Benito Juárez García, pasó a ser Presidente de la República y habría de ser reelecto ─bajo condiciones democráticas cuestionables─ en 7 ocasiones para el ejercicio de ese cargo.

En la actualidad, vemos a un presidente de la República Mexicana que ha manifestado públicamente la convicción de intervenir en la vida interna de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y desde allí, en todo el Poder Judicial de la Federación.

Quizá con la licencia histórica que le da al actual presidente la nostalgia por el pasado, ha anunciado su determinación para restablecer el voto popular para elegir a jueces, magistrados y ministros de la Corte. Dice repudiar los privilegios y canonjías que adjudica a la Suprema Corte de Justicia y, por extensión, a todo el sector que imparte la justicia federal. Por ello ha ordenado a sus bases de apoyo en el Congreso la anulación de 13 fideicomisos que importan cerca de 15 mil millones de pesos actualmente bajo la administración del Poder Judicial de la Federación.

Desde el Ministerio de Justicia de un país convulso en la lucha entre liberales y conservadores, el abogado Benito Juárez impulsó y logró la promulgación en 1855 de la Ley sobre la Administración de Justicia y Organización de los Tribunales de la Nación, del Distrito y de los Territorios. Esa ley anuló los sistemas de justicia eclesiástica y militar, y consolidó el funcionamiento de un diseño institucional para que la única justicia a impartir fuera, desde entonces, la del Estado mexicano a través del Poder Judicial.

El legado de Juárez incluye, pues, el avance en la consolidación de la división de los Poderes de la República que hoy ha sido puesta en crisis por la pretensión pública del Ejecutivo para debilitar la autonomía interna que la Constitución establece para garantizar la independencia del Poder Judicial para vigilar a las demás autoridades.

Nunca se había visto, como en los recientes días, al personal operativo y a los titulares de órganos jurisdiccionales volcados en las calles para exigir al Presidente el restablecimiento de los fideicomisos que por cierto están orientados fundamentalmente a subvencionar las pensiones complementarias de jueces, magistrados y personal operativo, apoyos extraordinarios para el personal operativo de menores ingresos, el desarrollo de infraestructura y la difusión de los resultados de la impartición de justicia.

Nunca se había registrado, como ahora, un paro nacional de labores por parte de los trabajadores operativos de la judicatura federal y que en la práctica significa la parálisis de las funciones de impartición de justicia y menos aún, nunca el Poder

Ejecutivo se había mostrado tan dispuesto a desafiar presupuestal, operativa y políticamente al aparato constitucional encargado de vigilar y sancionar los abusos de autoridad.

Lo que tenemos a la vista es un factor adicional a la crisis del estado democrático de Derecho en México, en el que es evidente la retracción del Ejecutivo para garantizar libertades y derechos frente a las acometidas de la delincuencia, así como su disposición explícita para avasallar al Poder encargado de vigilarlo. Esta es quizá la peor combinación de factores de riesgo para anunciar la agudización de una crisis de Estado con consecuencias mayúsculas de las que ningún justiciable está exento.

Arturo Peláez Gálvez

@PeláezGálvez

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