La elección estadounidense dejó un tufo a contradicción. Por un lado, en 2024 los comicios recuperaron grados de credibilidad. La decisión de Colegio Electoral se corresponderá con la mayoría ciudadana; el voto anticipado no demoró más tiempo de lo razonable, y la tecnología funcionó bien. La candidata perdedora reconoció al ganador sin titubeos. Nadie duda que la representación popular emanada de este proceso refleja el sentir del electorado.

En contraste a esta nitidez formal, el mandato ciudadano pareciera expresar un desdén por la democracia. El próximo Presidente de los Estados Unidos tiene en su historial amenazas a sus opositores, presiones a funcionarios electorales e -inclusive- la insurrección 2020 al Capitolio. Su discurso es altamente autoritario. Una encuesta previa a la elección (National Election Pool) mostró que tres de cada cuatro personas consideraban que Trump imponía un riesgo autoritario.

Con ese historial, el candidato Republicano obtuvo el 50.2% del voto popular y logró poner a su favor a los siete estados cuya preferencia no es estable y, por tanto, estaban en disputa.

¿Votaron las y los estadounidenses contra su propia democracia?

Los resultados de la elección no sostienen esa afirmación. Hubo causas más profundas en la decisión del electorado estadounidense. El desempeño de la economía y la percepción de un futuro incierto guiaron a las y los votantes.

Bernie Sanders sostiene que el Partido Demócrata abandonó las causas de las clases trabajadoras, de manera que los hijos de la generación venidera vivirán peores estándares de vida que la actual.  El hecho de que el partido Republicano haya obtenido la mayor proporción de votantes latinos y afroamericanos en su historia pareciera confirmar al Senador independiente.

Los datos objetivos van en otra dirección. Las dos últimas administraciones Demócratas disminuyeron el desempleo. Hay que aceptar, sin embargo, que la inflación sigue mermando el poder adquisitivo de los salarios. Además, en su afán de quitarse las etiquetas que Trump le ponía, la candidata Harris fue poco atrevida en sus compromisos con personas obreras.

El expresidente logró posicionar a la migración ilegal como la más grande amenaza. Generó un discurso populista coherente, que vincula el cierre de las fronteras con una mayor oferta laboral para la población con status migratorio regular.

En contrasentido, la contraparte Demócrata no logró explicar articuladamente cómo un cruce fronterizo poroso puede coexistir con mejores niveles de ingreso y desarrollo. No desarmó el sofisma sobre el que se erige la propuesta trumpiana: make america great again.

Pippa Norris, acaso la más aguda estudiosa sobre integridad electoral, sistematizó algunas hipótesis que tampoco apuntan a la ruptura ciudadana con los principios democráticos. Toda vez que en su primer mandato Trump demostró no cumplir todas sus amenazas, pudiera ser que en el presente sus seguidores simplemente no tomaron en serio las bravuconadas y las dejaron pasar como un recurso retórico, sin posibilidad de concretarse. Se emocionaron, en cambio, por la promesa de un mejor futuro para la economía.

Pero a mi modo de ver, la prueba más clara de que la herencia democrática se mantiene presente está dada por los casi 150 asuntos que el electorado resolvió directamente en las urnas. Un tercio de ellos fueron, de hecho, propuestos por la ciudadanía. Aspectos relacionados con el aborto, cambios a los sistemas electorales locales, el uso de la marihuana y algunos impuestos locales se consultaron al mismo tiempo que la elección. De hecho, en estados como Arizona y Nevada el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo ganó en referendo, al mismo tiempo que resultaba triunfador Trump y su pensamiento conservador.

En su elección el pueblo estadounidense escogió entre propuestas de gobierno, estrategias y trayectorias. Las elecciones cumplieron con el objetivo de acumular preferencias y mostrarlas con claridad.

Instituto Electoral del Estado de México (IEEM)

Miembro del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina

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