Cristhian Jaramillo

La muerte de Alberto Fujimori, último dictador peruano, ha despertado un interesante debate tanto en su país como en América Latina. Su gobierno, democráticamente electo en 1990, pronto se convirtió en un régimen autoritario, marcado por un autogolpe al Parlamento en 1992, la intervención del Poder Judicial, el Ministerio Público, el Tribunal Constitucional, graves violaciones a los derechos humanos y altos niveles de corrupción. A pesar de estos abusos, una parte de la ciudadanía sigue considerando que su gestión fue moderadamente exitosa, especialmente en aspectos como la estabilidad económica y la lucha contra el terrorismo.

Esta postura refleja una peligrosa tendencia a idealizar gobiernos autoritarios bajo la terrible excusa de que "el fin justifica los medios". No solo en Perú, sino en otros países, exdictadores son recordados con nostalgia, y algunos llegan incluso a argumentar que, bajo su mandato, las economías eran más sólidas, la delincuencia estaba controlada o se promovían mejores "valores". Este tipo de racionalización, sin embargo, omite las consecuencias devastadoras que estos gobiernos han tenido sobre las instituciones democráticas y los derechos humanos; se olvida muy rápidamente los secuestros, las torturas, los asesinatos y las desapariciones. Peor aún, el abuso de gobiernos que actualmente se encuentran en el poder siguen siendo justificados por una supuesta prioridad de otros sectores, como la economía o la seguridad. Este es un intercambio perverso, como si resolver los problemas económicos de un país fuera una carta blanca para gobernar sin rendir cuentas.

Para entender por qué ciertos gobiernos autoritarios continúan siendo admirados o apoyados, es crucial preguntarse si la ciudadanía realmente valora la democracia en sí misma. Según el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP), el apoyo a la democracia en la región ha disminuido de manera constante en la última década. En 2023, solo el 59% de los encuestados expresaban su respaldo a este sistema, una cifra preocupante que refleja el desencanto de las y los ciudadanos frente a un sistema que, para muchos, parece incapaz de resolver problemas fundamentales.

Este descontento se agrava cuando se considera la incapacidad de los partidos tradicionales para solucionar problemas básicos como la desigualdad, la inseguridad y las crisis económicas. Países como Argentina, Bolivia, Perú, Guatemala, El Salvador y Venezuela han experimentado, y siguen experimentando, crisis profundas que han impulsado a sectores de la población a preferir opciones que estén a favor de una "mano dura". La popular frase peruana "roba, pero hace obra" resume de manera inquietante la lógica de un electorado que, ante la crisis total, está dispuesto a sacrificar derechos fundamentales a favor de un orden mínimo.

La clase política ha intentado responder a estos desafíos con reformas, tanto políticas como electorales. Según el , sólo en el sistema electoral de la Cámara Baja, 19 países de la región han realizado 91 modificaciones a sus leyes, con Ecuador (13) y Perú (11) a la cabeza. No obstante, este hiper reformismo esconde dos lógicas extremadamente ingenuas: primero, el cambio de las reglas no transforma automáticamente el comportamiento de las y los ciudadanos; y segundo, los cambios legales no se traducen de manera inmediata en mejoras perceptibles por lo que son percibidas como ineficientes.

El desafío, por tanto, es mucho más profundo. Reformar los sistemas políticos es necesario para fortalecer la democracia, pero es esencial entender que los efectos se podrán evaluar en el largo plazo. Las reformas requieren tiempo para surtir efecto y deben ir acompañadas de una sólida estrategia de implementación y seguimiento. Además, es crucial contar con partidos políticos fuertes que no solo comprendan las necesidades básicas de la ciudadanía, sino que estén comprometidos con cubrirlas de manera efectiva. Solo de esta manera se podrá combatir la peligrosa nostalgia por los regímenes autoritarios y asegurar que la democracia sea vista, no como un mal menor, sino como el sistema más adecuado para enfrentar los retos del futuro.

Miembro del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina

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