El presupuesto participativo —la posibilidad de que la ciudadanía participe en la decisión de cómo se gastará un porcentaje del presupuesto anual de su comunidad— tiene más de 30 años de tradición. El primer ejercicio comenzó en la ciudad de Porto Alegre, Brasil, en el año de 1989 y desde entonces la práctica se ha extendido a otras ciudades de América Latina y Europa.
De acuerdo con Egon Montecinos existen más de tres mil experiencias de presupuesto participativo en el planeta, aunque estos se realizan con diseños institucionales diversos. En la mayoría de los modelos es el gobierno local el encargado de organizar la jornada consultiva y deliberativa, mediante liderazgos comunitarios. De igual forma, los gobiernos locales son quienes ejecutan las propuestas, en algunos casos con acompañamiento ciudadano.
El objetivo de este mecanismo, en su origen, era desarrollar una ciudadanía más participativa y generar mayor confianza en los gobiernos locales. En algunos casos exitosos (por ejemplo, en algunos municipios de Brasil, España o Italia), el presupuesto participativo parece haber logrado estas metas. Sin embargo, en muchos otros, los ejercicios no han despertado el interés ciudadano.
En ese sentido, deberíamos preguntarnos por qué los porcentajes de participación no son abrumadores si los resultados del presupuesto participativo pueden ser tangibles a corto plazo. Las posibles respuestas pueden ser que: 1) tienden a generar una relación clientelar, 2) los resultados pueden ser utilizados para promoción partidista, 3) requieren de gran voluntad política de los gobiernos locales, 4) hace falta de información entre la ciudadanía menos participativa, 5) puede intervenir la corrupción y con ello el desencanto ciudadano y 6) existe un descontento general de la ciudadanía con la democracia.
La Ciudad de México tiene un modelo de presupuesto participativo enmarcado en una nueva ley de participación ciudadana que data de 2019. Esta ley busca combatir algunas de las malas prácticas con el involucramiento ciudadano en más etapas del proceso (por ejemplo, a partir de comités de ejecución y seguimiento de los proyectos ganadores) y garantizar su calidad al asignar la organización del proceso a un órgano autónomo, el Instituto Electoral de la Ciudad de México (IECM).
Aun así, existen áreas de oportunidad en el modelo chilango, pues reclamos ciudadanos advierten que, en ocasiones, hay irregularidades en el proceso de implementación de los proyectos ganadores por parte de las alcaldías. También falta de información respecto del ejercicio consultivo, de comunicación con las alcaldías en el proceso de ejecución y seguimiento e, incluso, se presentan problemas de mantenimiento de proyectos implementados en años pasados. En la Ciudad de México, estos podrían ser factores que desincentiven la participación ciudadana que ha alcanzado un máximo del 4% de la Lista Nominal de Electores.
La buena noticia es que es posible seguir perfeccionando el presupuesto participativo de la Ciudad de México si se dan las reformas necesarias que permitan blindar contra malas prácticas este ejercicio ciudadano. La mala noticia es que el Instituto Electoral de la Ciudad de México ha visto amenazada su estructura y presupuesto con las reformas electorales locales y nacionales que le distraen de su objetivo central que es organizar elecciones y mecanismos de participación ciudadana de primer nivel y de seguir construyendo una comunidad bien informada.
En 2023, el IECM organizará su onceava consulta de presupuesto participativo, la cual será un reto importante ante una coyuntura actual de incertidumbre institucional. Esperemos que en lugar de retrocesos podamos tener los diálogos necesarios para seguir mejorando este ejercicio que ha colocado a la Ciudad de México a la vanguardia a nivel regional.