Javier Martín Reyes
Vivimos tiempos devastadores para la democracia mexicana. El presidente López Obrador primero arremetió con el Plan A, esa fallida iniciativa de reforma constitucional que pretendía reconfigurar radicalmente el sistema electoral, descabezar a todos los árbitros e incrementar la intervención gubernamental. Luego vino el Plan B, el paquete de modificaciones legales que busca desmantelar las garantías del voto libre y que hoy se encuentra en suspenso en la Suprema Corte. A la par surgió el Plan C, esto es, el descarado intento de Morena y sus aliados por capturar la designación de la nueva presidencia y consejerías del INE. En este último caso, la fortuna sonrió a la democracia.
Cuando parecía que el incendio estaba momentáneamente controlado, diputados de todos los partidos —Morena, PAN, PRI, Verde, PT y PRD—, con la digna excepción de MC, decidieron que era buen momento para alistar los cerillos y la gasolina. Así, presentaron una nueva iniciativa de reforma constitucional que constituye un auténtico Plan D: un plan para debilitar ya no al INE, sino al Tribunal Electoral; un plan para impedir la garantía de los derechos y la igualdad sustantiva; un plan para reducir el control judicial sobre las dirigencias partidistas.
Aunque se trata de una iniciativa con complejidades técnicas y redactada en la peor tradición de nuestro abogañol —esa lamentable vocación de complicar innecesariamente las cuestiones jurídicas de tal forma que sean inaccesibles para la ciudadanía—, lo cierto es que la intención del Plan D es clara. Sus impulsores buscaban empoderar a los poderosos y debilitar a quienes históricamente han sido discriminados y excluidos.
Por eso querían que sólo el poder legislativo pudiera establecer acciones afirmativas para grupos vulnerables y fijar las reglas para cumplir con la paridad de género. De esta forma, sacaban de la ecuación a los tribunales e institutos electorales, que han jugado un papel indispensable para implementar estas medidas niveladoras. Por eso querían limitar la intervención del Tribunal Electoral en la vida interna de los partidos políticos, para que la militancia de a pie tuviera menos vías para defender sus derechos. Por eso querían eliminar la jurisdicción del Tribunal Electoral en la organización del Congreso, para que las mayorías legislativas puedan imponerse arbitrariamente a las minorías parlamentarias.
Si se aprueba, el Plan D generaría efectos tan claros como nefastos: congresos menos representativos, partidos menos democráticos y un Tribunal Electoral debilitado y amenazado. Venturosamente, parece que ha sido frenado gracias a la batalla de quienes se opusieron desde el inicio, gracias a la presión que se ejerció desde la opinión pública, la prensa y los especialistas y, sobre todo, gracias a la rebelión que la propuesta generó al interior de los grupos parlamentarios. Diputadas y diputados de todos los colores no estuvieron dispuestos a darle un cheque en blanco a las dirigencias, ni a avalar un retroceso histórico.
Pero mal haríamos en pensar que el incendio electoral ha sido apagado. Vivimos, en realidad, un momento de engañosa calma. El Plan D podría revivir y, sobre todo, el futuro de las elecciones sigue en manos de los tribunales. Si la Suprema Corte no mantiene la suspensión y eventualmente invalida el Plan B, las elecciones de 2024 podrían convertirse en un auténtico infierno electoral.
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina