Por Guadalupe Salmorán Villar
Desde hace algunas semanas en México arrancó informalmente, y fuera de los tiempos que establecen las leyes, el proceso electoral 2023-2024, con los actos encaminados a definir las candidaturas presidenciables. A diferencia de los años pasados, el banderazo de la carrera hacia la presidencia no lo dio el árbitro electoral, fue decidido anticipadamente y a voluntad de los propios partidos políticos, incitados por la urgencia del mismo jefe de Estado en turno. Todo ello ante la mirada espectadora de la ciudadanía, con la anuencia de la autoridad electoral nacional y el reciente refrendo de la máxima autoridad jurisdiccional en la materia.
No es un secreto para nadie que el presidente AMLO actúa como un competidor más en la contienda, que parece estar dispuesto a emplear el aparato estatal para inclinar la cancha a favor de los suyos, en caso de ser necesario, a pesar de las disposiciones constitucionales y legales que prohíben a los servidores públicos intervenir en los comicios.
Frente a este escenario, casi sin resistencias, los medios de comunicación masiva han (re)adoptado acríticamente el vocabulario que imperaba hace más de treinta de años en nuestro país; el del México autoritario, el del partido hegemónico, y en el que parecía que la voluntad del primer mandatario bastaba para nombrar a su sucesor. Hoy en día hablar de “dedazos”, “corcholatas” y “tapados” es moneda de uso corriente. Como si el país no hubiese transitado por más de tres décadas de construcción democrática, como si la competencia política se resolviera en un antagonismo vertical entre el gobierno y los partidos adversarios, como si el cargo presidencial fuese lo más importante o lo único en juego en estas elecciones.
A pesar de su poder retórico, las palabras por sí solas no pueden transformar la realidad. Del mismo modo en que un mero juego (o sustitución) de palabras no basta para quitar el carácter proselitista a los actos que hemos presenciado en las últimas semanas (aun cuando jurídicamente pretenda ser desconocido), ni el discurso populista puede cancelar el pluralismo y alternancias políticas asentadas a lo largo y ancho del territorio nacional, el lenguaje de antaño tampoco puede borrar de un plumazo las reglas democráticas edificadas en los últimos decenios. Es posible que los actores políticos, del oficialismo y el bloque opositor, intenten simular (aunque indebidamente) que las reglas que ellos mismos demandaron, con el fin de asegurar mayores y mejores condiciones de equidad en la contienda, no existen. Es presumible, para decirlo brevemente, que asuman los riesgos, en términos políticos, de su comportamiento antidemocrático.
Sin embargo, ello no debería hacernos olvidar que para el funcionariado público el cumplimiento de las leyes NO es una alternativa. Mucho menos lo es para quienes tienen el deber constitucional de aplicar las normas y velar por la eficacia del derecho vigente, como es el caso de las autoridades electorales. Claudicar a esa labor fundamental recurriendo, por ejemplo, a interpretaciones jurídicas que disimulan el (in)cumplimiento de la ley, es una vía de acceso directo hacia el fraude electoral, la aplicación arbitraria del propio derecho y la afirmación de una especie de “democracia simulada” en la que todos, competidores y árbitros, aparentan que las reglas del juego no están siendo transgredidas. Lamentablemente ese parece ser el rumbo hacia el que estamos encaminados.
Investigadora del Instituto de investigaciones Jurídicas de la UNAM
Observatorio de Reformas Políticas en América Latina