A mediados de los 90’s el politólogo Guillermo O’Donnell afirmaba que Venezuela era, junto a Colombia y Costa Rica, una de las únicas tres poliarquías que precedieron a la tercera ola democratizadora de la región. Nada auguraba entonces que ese país llegaría a integrar el podio -junto a Cuba y Nicaragua- de los tres autoritarismos más cerrados y represivos de la región. El breve lapso de años en el que se produjo la caída de la democracia venezolana se constituye como una advertencia escalofriante al resto de las democracias latinoamericanas.
La suerte de los regímenes autoritarios que buscan legitimarse mediante elecciones de fachada (como señalaban Steven Levitsky y Lucan Way en 2002) depende de tres condiciones: el grado de cohesión de la élite gobernante, la capacidad de movilización de la oposición y la presión internacional. En el régimen de Maduro los dos primeros factores parecen empatados, y que la élite oficialista se muestra sin grietas y la oposición mantiene sus movilizaciones pese a las amenazas y la represión.
La pregunta es ¿qué puede hacer la comunidad internacional frente a lo que sucede en Venezuela? Por su posicionamiento es difícil que Argentina o El Salvador lograran intervenir como interlocutores del régimen de Maduro. Chile pudo serlo, sin embargo, en sus declaraciones Boric mostró una férrea defensa de la institucionalidad, lo cual canceló sus chances. Se abrió, entonces, una ventana de oportunidad para gobiernos como los de México, Colombia y Brasil que, con alguna proximidad con el Gobierno de Nicolás Maduro, estarían en condiciones de generar puentes de diálogo y negociación entre gobierno y oposición venezolanos.
El reclamo por los comicios del 28 de julio junto a la exigencia de mostrar las actas queda, lamentablemente, cada día más relegado por otras agendas. La probabilidad de que Maduro reconozca su derrota por la sola presión movilizadora de la oposición es casi nula. En este contexto, resulta crucial el rol de esas tres Cancillerías influyentes en la región que, además, son “cercanas” al régimen venezolano. Podrían plantear un diferencial si solicitan formalmente: publicación de todas las actas, escrutinio supervisado por especialistas internacionales, respeto pleno de los derechos de la oposición y un freno inmediato a la brutal represión sobre dirigentes y militantes. Así como reconocer al candidato opositor como Presidente anularía la chance de mantener diálogo con el Gobierno de Maduro, avalar una propuesta de nuevas elecciones cortaría el canal con Edmundo González y Corina Machado.
Con la evidencia presentada por la oposición, el resultado en Venezuela mostraría el mismo patrón que se ha dado en los comicios presidenciales de América Latina en pospandemia. Salvo excepciones como las de México o Paraguay, los oficialismos de la región sufrieron el descontento por las políticas públicas desarrolladas en el marco de la pandemia, o por sus efectos posteriores. Inclusive en Guatemala, donde el oficialismo no parecía dispuesto a abandonar el poder, finalmente cedió (pese a intentar revertir los resultados) frente a una fuerza que no estaba en el libreto de la política nacional (el Movimiento Semilla).
Hechos como los comicios del 28 de Julio en Venezuela y, también, el debilitamiento progresivo de los contrapesos institucionales en El Salvador, cobran relevancia en la agenda global que se encuentra debatiendo respecto a si asistimos a un avance -o retroceso- mundial de los autoritarismos.
Las democracias aún son mayoría en la región, y no debe olvidarse que Venezuela posee una arraigada tradición democrática en su historia política. Es necesario que los países en mejores condiciones de actuar para promover y resguardar su democracia hagan el mejor esfuerzo posible. México, Brasil y Colombia, ¿podrían salvar a la democracia? De momento no lo sabemos, pero pareciera un esfuerzo que vale la pena realizar.
Investigador del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina