En una entrevista dada a El País (España, noviembre de 2022), el recién electo presidente de Colombia Gustavo Petro sentenció: “rechazar la democracia liberal lleva a la dictadura; ha pasado en Latinoamérica”. Esta idea llega en un contexto donde algunas democracias de la región se encuentran amenazadas desde dentro, incluso desde los propios liderazgos que -con sus discursos, su manera de movilizar y sus decisiones basadas en mayorías electorales- desafían constantemente la pluralidad, la representación de las minorías y la institucionalidad democrática. Lo interesante -y más preocupante- es que estos procesos cuentan con cada vez más apoyo ciudadano.

Flavia Freidenberg 
 

¿Por qué la gente no quiere la democracia liberal? Cada vez me convenzo más de que esto ocurre porque no perciben que esa democracia les haya dado algún tipo de beneficios -ni materiales ni sustantivos-. Y esa percepción muchas veces no se aleja de la realidad. Los últimos cuarenta años no necesariamente han mejorado las condiciones sociales ni económicas ni ha dado respuestas concretas a las demandas legítimas de bienestar, justicia, dignidad e igualdad. Como en otros momentos de la historia, la gente está harta y tienen suficientes razones para ello. ¿Sería correcto exigirles que defiendan incondicional y acríticamente una serie de reglas y procesos que a corto plazo no parecerían contribuir a su bienestar y que -además- son vistos como conquistas de élites o grupos privilegiados? Pues no, no es posible exigir eso.

La pérdida de apoyo ciudadano hacia la democracia liberal es un proceso que trasciende a América Latina y que se enmarca en una creciente ola de autocratización mundial. Los datos del último informe del proyecto “Variedades de la Democracia” (VDEM, 2022) dan cuenta de que el número de democracias (89) apenas iguala al de las autocracias (90), siendo estas últimas las que albergan al 70 por ciento de la población mundial, mientras que solo el 30 por ciento de las personas se gobiernan democráticamente. En los últimos años incluso muchas democracias se han ido erosionando bajo aprobación ciudadana (como Hungría, Nicaragua, El Salvador o Polonia) y los sistemas de gobierno sin elecciones libres y justas y sin un mínimo de libertades civiles son cada vez más comunes.

Estos procesos de autocratización se manifiestan de manera muy diversa y suelen esconderse detrás de fachadas electorales. En la mayoría de los casos, hay elecciones y sistemas constitucionales que las protegen, pero en la práctica no se respetan de manera efectiva ciertos derechos. Suponen formas sutiles y graduales de erosión de los compromisos y consensos básicos, la interpretación amañada de la Constitución, la animosidad contra el árbitro y las reglas del sistema electoral, el cuestionamiento a los resultados y una cada vez mayor condicionamiento -sutil- a las libertades y al pluralismo. Como me sugirió un amigo sobre ese escenario de cosas: “muchos liderazgos usan la escalera democrática para acceder al poder y -una vez que llegan a los cargos- quieren quemar la escalera para que ya nadie pueda subir”.

En este marco, se alimentan divisiones preexistentes que distancian a los individuos que integran a la sociedad; se radicalizan las posiciones, se fomenta la polarización afectiva y se genera un discurso público extremista basado en la retórica populista del "nosotros" contra "ellos". El espacio cívico se hace cada vez más pequeño mientras que gobiernos y oposición juegan juegos de suma cero. Además, es común el uso mañoso de datos estadísticos, la desinformación y la difusión de noticias falsas, que no sólo inciden sobre la opinión pública, sino que también afectan las políticas que se impulsan y que deben estar basadas en evidencia.

El aprendizaje para quienes creemos en la democracia liberal es dramático. Después de tanto esfuerzo, recursos y tiempo para construir sistemas con elecciones que canalicen los conflictos de manera pacífica y generar instituciones fuertes y confiables que garanticen la convivencia, la ciudadanía parecería preferir otra cosa y lo construido parecería ser insuficiente. Algo se ha hecho mal. No hemos tenido capacidad de mantener el encanto con la democracia. Quizás porque idealizamos a la democracia y sus posibilidades de generar buenos gobiernos; porque pensamos que lo de las respuestas materiales era más responsabilidad de esos gobiernos y no del sistema político; que esos gobiernos serían capaces de dar las respuestas prometidas y que -por tanto- la ciudadanía se mantendría incondicional a los valores y las instituciones de la democracia liberal sin necesidad de recibir nada a cambio.

El desafío es enorme. La democracia debe generar bienestar y la distribución efectiva de los bienes públicos (educación, salud, riqueza, seguridad). Debe poder asegurar dignidad como un valor en sí mismo y como una manera de inocular a los mesías. La desinformación, la polarización afectiva y la autocratización se refuerzan entre sí, creando un círculo tóxico que afecta la capacidad de respuesta de la política. Que haya líderes que quieran concentrar el poder, convertirse en los únicos que tienen la razón y hacer las cosas sólo para los que piensan como ellos, no es algo nuevo. Que esto sea apoyado -y deseado- por personas ciudadanas que, en ese proceso, delegan el poder que tienen, pierden libertades e incluso sus oportunidades de pensar distinto, es algo que a largo plazo supone la pérdida de una de las conquistas más preciadas para nuestras sociedades y para cada una y uno de nosotros: la de la libertad. Y esto no es una cuestión menor y exige nuevas acciones que articulen las exigencias y las respuestas democráticas.

Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas, de la UNAM y Coordinadora del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina.

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