Georgina De La Fuente
Tecnológico de Monterrey
Miembro del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina
En la conversación pública de nuestros días se ha difundido la idea de que sólo resulta legítimo aquel poder que surge del voto de la mayoría. Así, por ejemplo, se ha propuesto la elección de consejeras y consejeros electorales, así como del funcionariado del Poder Judicial mediante voto popular como medida para “democratizar” las instituciones. Por otro lado, se ha extendido la noción de que el mandato obtenido democráticamente en las urnas justifica una actuación antidemocrática e, incluso, la transgresión abierta a normas y procesos, en nombre esa mayoría. Por ello, hemos observado un disparo en invalidaciones de leyes por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en ejercicio de su función de control y contrapeso a las decisiones de otros poderes.
La concepción de democracia que se ha promovido por este discurso pareciera concentrar todo su valor en el acceso al poder mismo, como reflejo de la voluntad de la mayoría. En realidad, la democracia no se agota en la expresión manifestada en las urnas, sino que debe extenderse al ejercicio del poder para considerarse como tal. Ello implica, necesariamente, el respeto al Estado de Derecho y los principios que garantizan la legalidad de las normas y los límites al poder mismo.
No reconocer la deliberación como un componente fundamental de la democracia parte necesariamente de una autopercepción como el único participante en la vida pública que puede representar válidamente los intereses de la ciudadanía en virtud de una mayoría expresada en las urnas. Como si la existencia de un grupo mayoritario cancelara automáticamente la legitimidad de otros. En ese sentido, los politólogos Levitsky y Ziblatt identifican esta negación de la legitimidad de opositores políticos como uno de cuatro indicadores clave del comportamiento autoritario en “Cómo Mueren las Democracias”.
La historia de las reformas político-electorales en México nos permiten delinear la transición hacia formas de organización más democráticas que, precisamente, reconocieran la participación de actores minoritarios, permitiendo así el abandono gradual del sistema de partido hegemónico. En 1977, por ejemplo, se estableció el sistema de representación proporcional y la posibilidad de que agrupaciones de la ciudadanía pudieran obtener su registro como partidos políticos tras décadas de luchas y movilizaciones que demandaban cabida en el sistema. Ello permitió incorporar en la institucionalidad del Estado y en los órganos de representación a otros grupos que, si bien no eran mayoritarios, también formaban parte del “mosaico ideológico nacional”, como era descrito por el artífice de la reforma, Jesús Reyes Heroles.
El Poder Legislativo, poder deliberativo por excelencia, no puede omitir su responsabilidad de contrastar y contraponer ideas, así como de garantizar debates que incorporen a todas las expresiones políticas que lo conforman. Al apartarse de su obligación deliberativa, el Congreso rechaza el mecanismo mediante el cual puede hacer efectiva su función primordial, que es la representación nacional. Tampoco se debe aspirar a la imposición de mayorías para la toma de decisiones, pues, como sostiene el principal exponente de la democracia deliberativa, Jürgen Habermas, sin debate público no es posible que la democracia opere adecuadamente y pueda desarrollar su función de integrar a la comunidad y lograr resultados racionales y de calidad. Aspiremos a una democracia con más y no menos deliberación pública.