Detrás de la disputa partidista legítima y aún de la polarización exacerbada que por momentos se torna intolerante, en estas campañas electorales subyace un flagelo que se ha manifestado brutalmente y en repetidas ocasiones: la violencia política.

Es una violencia que atemoriza, intimida y ofende. Es una violencia que se percibe, que incomoda, que estorba, que se mueve. Y que cuando se hace presente sacude hasta la raíz estructuras y conciencias. No se trata de un fenómeno nuevo en nuestro país, pero los actores políticos mejor optan por evadirlo. Es algo así como el elefante en la sala.

La violencia política es también el voto de la delincuencia organizada. Los criminales sufragan a balazos, mucho antes del día de la jornada electoral. Eligen y vetan. El saldo a la fecha es de 32 candidatos asesinados y al menos 80 políticos vinculados con la elección, muertos.

Abel Murrieta, candidato de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Cajeme, Sonora, es la víctima más reciente. El pasado jueves 13 de mayo fue muerto a balazos a plena luz del día cuando hacía labores de proselitismo en las calles del municipio. No hay responsables.

Días antes, el sábado 8, Guillermo Valencia Reyes, otro candidato a presidente municipal, éste del PRI, en Morelia, Michoacán, se salvó milagrosamente cuando un grupo de sicarios abrió fuego contra su camioneta, estacionada afuera de la casa de campaña. Tampoco existen detenidos.

Apenas este fin de semana hubo nuevos atentados directos contra candidatos en municipios de Veracruz y Campeche.

Estos eventos son solo una reducida muestra del desenfado, la virulencia y la impunidad con que los grupos criminales se mueven dentro de los que consideran territorios de su propiedad. Ellos, los delincuentes, ponen y quitan –por las buenas o por las malas—autoridades estatales y municipales, jefes de las policías, legisladores e incluso, como se ha evidenciado en no pocos casos, su influencia permea hasta los más altos niveles del poder.

El actual proceso electoral federal concurrente es ya, aún sin haber concluido, el segundo más violento en México en lo que va del siglo, de acuerdo con un informe reciente sobre violencia política en nuestro país, elaborado por Etellekt Consultores.

Es en este contexto, que la violencia política representa la más seria amenaza a nuestra democracia, pues compromete la independencia, autonomía e integridad de autoridades electas, al traducirse eventualmente en corruptas o criminales, como ocurre ahora en algunas regiones del país.

Las campañas electorales entran ya a la recta final. Las circunstancias y el ambiente político nacional no son los más deseables. A la confrontación entre partidos y candidatos se han sumado choques y descalificaciones entre diversas autoridades, que en nada abonan a la concordia y sin duda enturbian el entorno electoral. Mientras tanto, como suele hacerlo desde hace años, la delincuencia utiliza sus múltiples recursos para colocar sus candidatos primero y hacer gobiernos después.

Me parece que el asunto es de tal gravedad que demanda definiciones claras del Estado mexicano y mayor atención de los actores electorales, comenzando por los partidos, las coaliciones, el árbitro y los jueces. No es un tema sencillo ni agradable, pero al menos se antojaría el consenso de las partes. Brindar protección personal a los candidatos que lo solicitan pareciera apenas una medida inicial. Fingir que nada ocurre y pretender que las cosas sigan su rumbo resulta riesgoso en extremo. Es retroceder. Es continuar cediendo espacios y sumando muertes. Es, digo yo, consentir al elefante.

Académico de la UNAM

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