En cualquier democracia consolidada, una irrupción violenta contra un proceso electoral en curso, como la que vivimos en México, sería sin duda un motivo más que justificado para declarar un alto total ante semejante barbaridad y plantarle cara a los agresores.
Pero en nuestro país lamentablemente no ha sido así. Ni en ésta, ni en las diez últimas elecciones, donde el crimen ha cegado la vida de cientos de políticos y ha influido de manera determinante en los resultados, consolidando así sus esferas de poder y sus territorios.
El asesinato de 33 candidatos y de más de 80 políticos, además de numerosos secuestros y agresiones a lo largo del actual proceso electoral, parecen no haber sido suficientes para encender los focos rojos, en un país donde la tragedia se ha convertido en la normalidad.
Gobiernos, autoridades electorales, partidos políticos y la sociedad misma, pervivimos en la simulación del avance, a trompicones, de unos comicios ya viciados.
Ciertamente no es ésta la primera vez que en México un proceso electoral transcurre en un escenario regado de cadáveres . Ni siquiera es éste el proceso más sangriento del siglo que corre. La elección presidencial de 2018 fue peor, según muestran las estadísticas. Y es ése precisamente el problema. La indolencia y la costumbre a la violencia de un evento democrático que tendría que ser limpio, transparente, casi festivo. De un proceso que por ningún motivo debería pagar las cuotas de miedo, indignación y dolor que actualmente cobra.
Los llamados a la no violencia, a no amedrentarse, a salir a votar, que el gobierno y la autoridad electoral han hecho en fechas recientes, resultan inútiles por su tibieza, porque no están a la altura de la calamidad, del horror que se vive en los muchos municipios asentados en las zonas violentas del país.
Esta funesta realidad llama a la acción. A hacer a un lado temores y simulaciones. Llama a tomar medidas convincentes, donde el Estado muestre decisión y eficacia al brindar seguridad a la población y a las instituciones, porque al fin y al cabo esa es su principal responsabilidad y su razón de existir.
Es urgente que desde la Secretaría de Gobernación se modifique la estrategia, se asuman riesgos y se convoque a las dependencias responsables de la seguridad del país, a la autoridad electoral, a los partidos políticos y a otras instituciones emblemáticas del Estado mexicano, a declarar un “¡Ya basta!” a los violentos y a asumir, de una buena vez, que como país nos encontramos ante una verdadera emergencia nacional. Tiene que ser una expresión unánime y sonora, ante el hartazgo frente al crimen y de la brutalidad que ésta conlleva.
La polarización existente en el terreno electoral no puede en modo alguno ser un impedimiento para el gran acuerdo. Los consensos en las democracias se construyen a partir de las coincidencias y de anteponer el interés general. Aquí no puede haber cabida a la mezquindad.
Desde el extranjero nos han venido a decir que el 35 por ciento de nuestro territorio es controlado por la delincuencia organizada. Nuestra respuesta ha sido de una fingida indignación. Nos decimos ofendidos. Pero la terca realidad muestra que los crímenes escalan y se multiplican en nuestro país. Los muertos de Cajeme, Moroleón, Morelia o Acapulco, entre muchos otros, son la representación trágica del voto de los delincuentes.
Seguramente habrá quien argumente que este llamado a la acción pudiera parecer pretensioso, demagógico o romántico, sobre todo cuando en la historia nacional reciente hay antecedentes vergonzosos. En la propuesta no hay ingenuidad. Estoy claro que un acuerdo contra los violentos no resuelve nada en sí mismo, pero mueve. Unirnos en un abierto repudio constituye el primer paso. Porque lo inadmisible en este escenario catastrófico es seguir igual. Y no tengo duda de que tenemos que romper la parálisis.