Han pasado 20 años de aquel 11 de septiembre (9/11) que marcó al mundo, que lo cambió. La caída de las Torres Gemelas después del ataque perpetrado por Al-Qaeda es uno de los hechos más lamentables en la historia de la humanidad en muchos sentidos. A un par de décadas de distancia, observar esas imágenes nos hace recordar lo vulnerables que podemos ser, aún cuando nos sentimos superiores a todos los seres vivos que nos rodean.
Aquella mañana de martes, ninguna de las personas a las que nos alcanzó la noticia, en vivo y con los reportes siguientes, podíamos creer lo que sucedía en pleno Manhattan, en uno de los centros en donde se concentra mayor poder (en este caso financiero) en el mundo. Después sabríamos del ataque al Pentágono y de otro en un terreno en Pensilvania.
Más allá de las cuestiones políticas, militares, económicas que se alteraron en gran medida después de estos ataques, dos décadas después, el dolor de quienes perdieron un ser querido, de quienes escuchamos en grabaciones luchando contra los terroristas para retomar el control del avión, de los bomberos, policías, paramédicos, etc. continúa sin encontrar descanso.
Si a muchos de nosotros nos siguen doliendo, perturbando esas terribles escenas, imaginen lo que será para toda esa gente. Recuerdo estar ese día por la mañana en una asamblea de la Confederación Deportiva Mexicana cuando comenzó a difundirse la noticia, las fotografías, los videos.
Fueron 2 mil 996 muertos, pero fue, también, como si a todos los que estábamos frente al televisor nos quitaran una parte importante de nuestra humanidad, la de sentirnos seguros, nos dejaron vulnerables, nos recordaron de una de las maneras más crueles que puede haber, que todo puede terminar en cuestión de minutos. Y eso no podemos olvidarlo, sin politizarlo, sin tomarlo como un pretexto para la militarización, simplemente como el despiadado recordatorio de lo frágiles que somos.