A los de tierra adentro nos fascinan las islas, pero también a los isleños. Eso comentan algunos autores canarios en el Segundo Festival Hispanoamericano de Escritores con sede en Los Llanos de Aridane en la isla de La Palma. Mientras escribo esto me coloco de cara al mar en el poblado de Tazacorte, en el mirador de la bella y antigua Hacienda de abajo, diría yo que me coloco de cara a América. A mis espaldas, el puerto de la señorial Santa Cruz mira a las costas de África, aunque no las mira. Las intuye, igual que yo, por las evidencias claras de los ires y venires agrícolas y de personas, con ello la lengua. Es parte de lo que se habla en las mesas públicas en la plaza y en las mesas de comida donde compartimos proyectos, países, sueños, libros, disentimos o nos asombramos. Hay que decir que una isla del tamaño de La Palma, que podría recorrerse en poco tiempo si todo fuera kilometraje, pero la sinuosidad volcánica regula el paisaje y la movilidad, es un buen espacio para contenernos, como un recipiente, para que la gente asista de nuevo o por primera vez a escuchar a los escritores, a llevarse sus libros, a celebrar el oficio nuestro que tiene poco glamour y al que aquí le saca brillo el sol, la calidez y excelente anfitrionía.
Los laureles llegaron de la Habana como lo reconocen las placas que bajo sus robustos troncos y apetecible fronda cubren la plaza, mientras que a México llegaron las palmas datileras de estas islas a la península de Baja California llevadas por los jesuitas y sus empeños de instrucción y evangelización. Curioso que mientras Colón se topaba con una isla de América, ese mismo año, un día de San Miguel, los españoles conquistaban a los benahoaritas y fundaban la ermita del santo. El paraje era atractivo para italianos y portugueses también, el desembarco ocurrió en el puerto que miro abajo al fondo del Barranco de las Angustias y que llegó a ser en su tiempo importante como Amberes y Sevilla. Me asombro, la escala hoy es otra. Y los cultivos han cambiado: de aquí salía tabaco y el tinte de la orquilla que ya los romanos celebraron, pues con ellos teñían los uniformes. Había caña de azúcar y ahora la isla es sobre todo un mar de platanares que, cultivados en terrazas, convidan el oleaje de sus hojas. Aquí los lazos de migrantes con Venezuela y Cuba son muy claros, la palabra guagua lo delata, Héctor Abad dice que en Colombia es bebé, Martín Caparrós afirma que en Argentina no se usa, y los mexicanos confirmamos que lo mismo pasa en México.
El mar que te sale al encuentro por todas partes (como escribió José Emilio Pacheco) rubricó sueños de horizonte. Por eso es un buen lugar para que converjan las ficciones en palabras, los personajes febriles, los libros náufragos, y lo digo en serio, en esta isla, la más remota de las Canarias junto con El Hierro, los libros llegan por sinuosas maneras, parece que van parando en cada una y que sería un milagro que mis libros me alcanzaran mientras estoy aquí. La isla es isla y a Ana, la librera mayor, le preocupan los viajes a lomo de agua de la literatura que estos días ha inundado las calles y el destiempo de algunos libros.
El horizonte que se difumina en el punto virtual donde el mar parece rozar el cielo está cargado de promesas, de otros mundos que alguna vez fueron paradero de ilusiones, hoy mitos, historias de familias, vocabulario, costumbres, canciones. Aunque la popular canción de “El Palmero” (“Palmero sube a la palma”) los mexicanos la pensamos nuestra y los peruanos suya, los canarios afirman que es de esta isla pequeña y jugosa, que lo mismo se abre al mar, que al universo. Los grandes telescopios de El Roque de los muchachos aprovechan la nitidez de la atmósfera y su poca turbulencia para explorar esos mundos que cuentan la historia más remota.
Todo en la isla de La Palma cuenta algo, en su forma de gota invertida hay una generosa fluidez con la historia, las preguntas, los sueños y los invitados. Por eso es un buen lugar para navegar los libros.