La pandemia y sus semáforos nos ha colocado frente a la vida del barrio de otra manera. Ahora que ciertos negocios empiezan a abrir me emociona ver sus maneras de sobrevivir: las cafeterías, los restaurantes, las pequeñas fondas vierten mesas en las calles, las banquetas, los estacionamientos como si quisieran alcanzarnos; algunos comercios han abierto sus puertas para, si acaso, subsanar todas las pérdidas y seguir respirando. Me duele también ver aquellos que han quitado el letrero que les daba nombre y vocación. Cuánto negocio ha dejado de existir. La ciudad será otra cuando salgamos de esta, igual que nosotros.
En este aprendizaje del día a día, pasear por la Del Carmen me produce una alegría y libertad que el cubrebocas no me quita. Reparo en un taller cercano. No imaginaba que ver de nuevo ese gran boquete que da a la calle activo me daría el efecto de visitar un museo. No es cualquier taller: aquí se reviven autos antiguos. En la banqueta esperan turno estacionados algún Alfa Romeo, o un Karmann Ghia, un viejo Fiat, hasta un Fairmont o un Maverick (normales cuando yo era adolescente y ahora piezas nostálgicas). Me descubro recorriendo ese mismo pedazo de acera varias veces para tener la oportunidad de husmear taller adentro. Una salpicadera acaba de ser pintada en un plata cremoso, parece un fósil de mar o una escultura, más allá está el encaje de la parrilla de un coche. Las piezas cuelgan, descansan sobre soportes o están adosadas a la pared. Qué desdén el de mi vista por la curaduría de este lugar. Me revela cierta ternura el cuidado por las partes de autos que sólo se tienen por el puro gusto, porque tenerlos cuesta, mantenerlos también y no sirven realmente para transportarse en el tumulto urbano. Siempre me han llamado la atención los coleccionistas, los apasionados de algo que no tiene un fin práctico. Los fines imprácticos redimen algo humano.
El taller me recuerda el hospital de muñecas que había en la colonia Roma cuando yo era niña. Podías llevar a tu muñeca de brazo roto, sin un ojo o con el pelo tasajeado y los expertos te la devolvían como un digno miembro de la familia. Cada vez existen menos lugares donde se reparan cosas, vivimos una economía del desecho y la novedad, por eso la nostalgia se enreda en este taller-museo que repara coches de otras épocas. Lo visual no es lo único que me atrae, la música que acompaña los afanes de poner a punto carrocerías y motores es el rock de mi tiempo. Uno podría entrar como si fuera a un bar y mirar las formas de trabajo, los tonos y colores que emulan los autos que han dejado de ser paisaje, mientras escucha esa música que da pertenencia.
No sé si la pandemia me ha enloquecido, pues no resisto en mi caminata diaria mirar, como quien no quiere la cosa, negocio afuera-negocio adentro de ese taller. Repaso el inventario de los coches que han llegado y que esperan su turno y de los que parecen pensionados porque aquí no hay prisa. Seguramente se está consiguiendo una pieza imposible, el flujo de dinero corre con las posibilidades del capricho íntimo del que quiere devolverle dignidad a un auto clásico. En el puesto de periódicos del barrio, entre los fascículos coleccionables de automóviles, me sorprendió el dedicado a mi primer coche: un R 12 anaranjado. Tuve deseos de comprarlo y ensamblarlo.
No sé porque ahora me visita la arqueología automotriz recordándome que quise tener un MG color verde botella, aunque nunca me han importado mucho los coches. Tal vez lo que me importan son los sueños. Aunque se hayan ido.