Uno puede salir del cine con distintos estados de ánimo. Runner, película que recibió el premio especial del jurado en el Festival de San Sebastián en 2022, ópera prima de la estadounidense Marian Mathias, nos coloca frente a una historia dramática y desoladora contada con elegancia y sutileza donde el instinto de sobrevivir, esa luz que en el pebetero de las Olimpiadas se enciende cada cuatro años (I see the light, se escucha el Gospel) es una rendija para seguir adelante.

La historia es sencilla y la cineasta posee la sensibilidad de convocar a la plástica norteamericana y la mirada chejoviana para construir atmósferas que hacen de lo no dicho un ancla para mirar la condición humana. Runner es el apodo de Haas (cuyo nombre en alemán quiere decir conejo o corredor), una chica de apenas 18 años que por sus actitudes y movimientos al principio parece tener algún impedimento físico o mental, que vive con su padre alcohólico en la casa de agónico esplendor en medio de la pradera. Casas dispersas, un bar oscuro, una iglesia que congrega a los fieles que leen la Biblia pero que al salir del recinto olvidan las consignas de ayudar al prójimo, de atender las carencias del otro. El padre alude a unas casas del Misisipi cuya venta promete ser buen negocio, vive anclado a un sueño de mejoría económica, fantasma y que presentará su verdadera cara el día que la cineasta ha escogido contar. Ese día padre e hija van a misa para que un comprador, que él cree pudiente, haga caso de la oferta y con ello les cambie la vida para siempre. Pero cambia de otro modo. Runner debe enterrar a su padre en el pueblo de origen a la vera del Misisipi, antes de perder lo que le queda: la casa embargada. Esa casa que limpia y trapea, esas escaleras letales. El entierro que debe postergarse por la lluvia significará el encuentro con un joven sin posesiones como ella. Entonces Haas contará de las casas del río Misisipi que su padre vendería y así pasará el amuleto de la esperanza. Serán días felices y breves. Lustrados como los zapatos que bolea el padre y luego la chica, proveyendo de dignidad lo que se desbarranca.

Un tren pitando a lo lejos y la actitud de la chica atenta revelan, en una epifanía delicada propia de los cuentos de Joyce, que no se quedará atrapada como Evelyn (lean este cuento de Dublineses) en el lugar donde los vecinos son el corifeo que narra y sospecha emociones, pero nunca se acerca ni tiende la mano.

Lo oscuro y el silencio, los encuadres como piezas que cuelgan en un museo construyen un mosaico visual y elocuente del medio oeste norteamericano. Una historia de los sueños que sujetan la esperanza, no importa cuán descabellada.

Aquella imagen de la casa grande, con techos de dos aguas, vista desde la distancia donde la solitaria pradera domina, me llevó al cuadro clásico de Andrew Wyeth, Christina’s world. En efecto, llegué a casa y lo busqué en la computadora. La casa era casi igual, la chica que parece reptar entre el pasto crecido hacia ella, la mira con anhelo, como si le fuera familiar e inalcanzable. Los expertos han clasificado la película como “Cine melancólico del medio oeste”, pero lo que importa es cómo aquello incide en uno. Eso es lo que siempre importa.

Al salir del cine cargada de ese ritmo quieto, trenzado por silencios e imágenes de una soledad irreversible, pensaba en mi abuelo andaluz siempre perorando que volvería a su pueblo a recuperar la finca que se había vendido sin su consentimiento, hasta que lo hizo a los 90 años y confirmó la imposibilidad. Entonces regresó en silla de ruedas, desposeído y sin el pebetero que le había dado un propósito de vida. Sin poder escuchar ya, como Runner, los horizontes en el traqueteo de un tren, murió al poco tiempo.

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