Es cierto, fue hace mucho. Y sin embargo la emoción es indeleble. Acababan las vacaciones y había que volver a clase. La dosis vacacional había sido lo suficientemente larga, y ya urgía, más que la rutina de las clases (no era el deseo de aprender el que nos quitaba el sueño la noche anterior al primer día de clases), el deseo de ver a los otros. Las vacaciones nos ponían a prueba: ¿a dónde se habían ido nuestros amigos?, ¿eran más gordos o más flacos?, ¿traían una mochila nueva? La expectativa era enorme.
¿Con quién me tocará en el grupo?, el deseo latente de que no te separaran de tu amiga, ¿te sentarías hasta adelante o hasta atrás? Qué días aquellos: preparar desde la noche anterior el uniforme de deportes o la ropa que íbamos a usar. Asegurarnos de tener la lonchera o el dinero para la lonchería ya guardado en la mochila, que no era como las de ahora, verdaderos back packs de campamento. El primer día de clases era llevar todos los útiles escolares: los libros forrados, los cuadernos, todo etiquetado con nuestros nombres; era una montaña para la que nos tenían que ayudar. Mi madre era experta en forrar libros, yo con mis hijas siempre fui un desastre: quedaban chuecos a medio año se despegaban. Pero sin duda para ellas y para mí el primer día de clases era el estreno: la caja de lápices nueva, la goma y luego el estuche geométrico. Ya la palabra estuche sonaba tan de adulto.
En la secundaria, el primer día de clases tenía otro carácter, pero la misma expectación. Las muchachas nos veíamos el cambio en el cuerpo, los observábamos a ellos que habían dejado de ser tan enclenques o tenían un pequeño bigotillo o su voz se había hecho más gruesa. Nos habíamos esmerado en escoger un atuendo muy lucidor. Era el primer encuentro después de dos meses. ¿Alguien podía dormir antes del primer día de clases? Yo no, el corazón me latía muy fuerte cuando iba llegando a la escuela en una mezcla entre la timidez y la exaltación. Una alegría de comienzo, de renovación. En la secundaria y en la prepa el desfile de materias era una aventura. Cada hora un nuevo profesor, un nuevo estilo, un nuevo contenido y nosotros tomando apuntes y acomodando en la carpeta por colores lo que iba a ser la ruta del año escolar.
Comenzar el año era como pelar una fruta cuyo interior no conocemos, como abrir una puerta que no sabemos dónde nos va a llevar. Ya los estudios eran una combinación de complicidades que tenían que ver con las clases que nos gustaban, con los chicos que nos gustaban, con los grupitos de poder, con las amigas. Comenzar el año era una promesa de futuro durante por lo menos los nueve meses que seguían. Habría materias que aprobar o reprobar, fiestas, amores, habría paseos, clandestinidades, permisos que conseguir, espacios que abrir, peleas que emprender. Pero había grupo y risas compartidas. Por eso lamento enormemente que la pandemia se haya robado el primer día de clases y su alegría, y que todo ese mundo para el que nos habíamos preparado durante las vacaciones esté limitado al encuentro en la pantalla, hasta nuevo aviso. Profesores, alumnos, padres, todos padeciendo y añorando las cosas buenas que tenía la vida cuando no vivíamos bajo amenaza biológica, incluso aunque alguien no hubiera querido regresar a clases.