Los cielos claros recientes han permitido mirar la noche y descubrir a Júpiter en lo alto. No titila, es grande, tiene un tono naranja. Hay aplicaciones que permiten que tu ojo inexperto se adiestre porque cuando apuntas al cielo no sólo ves lo que tus ojos detectaron si no lo invisible. La bóveda celeste del hemisferio norte y del sur —si apuntas al piso— con sus constelaciones. Da la impresión de estar sumido en la imaginación delirante de algún artista. Me pregunto por qué la fascinación por esos referentes que identificamos: El cinturón de Orión, la Osa mayor. Si los dibujos de las estrellas apasionaron y guiaron conjeturas y destinos nombradas en un mapa imaginario, aunque la luz estelar sea real, los planetas son nuestras agarraderas más estables. Orbitamos con ellos alrededor del Sol. Mirar al cielo dimensiona lo relativo de nuestra existencia en un universo insondable y coloca también las cosas en perspectiva. Se puede sacar la cabeza de la inmediatez para que el júbilo de una marcha que hizo de la avenida Reforma un río de voluntad ciudadana no se ahogue con las denostaciones del gobernante que cada vez se parece más al personaje de “El traje nuevo del emperador”, y para que nuestra conversación pueda orbitar lejos de las querellas de la revancha oficial en el reducido firmamento de la plancha del Zócalo.
Hay que mirar al cielo. Ahí está Júpiter 1321 veces más grande que la Tierra. Y se dice fácil. El quinto planeta del sistema que desde el siglo XVII concedió al Sol su papel de ombligo. A veces es necesario aceptar dónde está el centro. Y el centro me lo recuerda Júpiter con su rotación vertiginosa en 10 horas. El centro somos nosotros con nuestro tiempo acotado, con el aprecio que tenemos por la experiencia de vida, por nuestro derecho a opinar y soñar, a disentir y buscar y a ser respetados, a tener nuestro espacio y nuestra voz en un país diverso, en un planeta diverso y convulso. Ahí está Júpiter como dios Zeus recordándonos que podemos especular sobre el papel de los astros en nuestras conductas pero que hay características inapelables de las cuales cada vez se sabe más. Ver a simple vista desde un patio, una calle, una azotea la magnitud del universo al que pertenecemos nos vuelca los asombros hacia verdades incuestionables. La certeza de qué Júpiter y sus cuatro lunas estarán ahí por los siglos de los siglos —hasta que el universo tal vez involucione— nos apacigua frente al derroche del capricho humano “poseedor” de verdades y poderes sobre los ciudadanos que queremos ser respetados en nuestras diferencias, en nuestras opiniones y en la autonomía de nuestras instituciones.
Sería bueno que nuestras miradas converjan de cuando en cuando en el asombro por la bóveda celeste. Nos daría la posibilidad de una conversación dialogante sobre el país que queremos y que es de todos.
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