Había leído la novela finalista del Premio bienal de novela Mario Vargas Llosa en 2019, de la autora nicaragüense Gioconda Belli: Las fiebres de la memoria. La autora rescata, construye, ficcionaliza y dignifica, a través de una minuciosa investigación, su propia genealogía. Recupera así la historia singular del abuelo de su abuela Graciela Zapata Choiseul de Praslin en Matagalpa, Nicaragua, a su vez un secreto para la vida de su propio padre. El protagonista fue un noble en la corte de Luis Felipe de Orleans, rey de Francia, en las postrimerías de la Revolución francesa (1847). El asesinato de su esposa y su fingido suicidio llevarán a Charles Choiseul de Praslin (al final Jorge) a huir de París a Inglaterra, a Nueva York, hasta llegar por el río San Juan, invitado por Cornelius Vanderbilt, hasta Nicaragua. Narrada en primera persona, bajo el artificio clásico del manuscrito encontrado, Belli nos coloca no sólo en una época fascinante de la historia europea (1847), sino que simpatizamos con quien pensamos ha cometido un crimen llevado por las exigencias de su apasionada amante, la institutriz de sus hijos. El periplo para encontrarla nos revelará otra cara de la verdad, y nos acercará a los claroscuros de un personaje, tan pronto inclinado a la herbolaria medicinal, como nostálgico de la vida y la identidad que dejó en París.
Esta es una historia de la posibilidad de la reinvención y su costo. Es una historia del peso de un nombre y la oportunidad de resurgir desde el nuevo mundo, más cerca de la tierra que del ocio nobiliario. La exploración geográfica va apareada con las preguntas interiores, con la culpa, la extrañeza y la posibilidad de ser otro siendo el mismo. La novela lleva el olor de la sangre. Un gran capítulo de cierre nos recuerda que la felicidad prolongada es imposible, y por eso las novelas no nos cuentan más allá del triunfo de los héroes (una de las varias alusiones a las novelas, su artificio y su función que la autora hace). El tema de la verdad y la mentira es central incluso porque las novelas a través de la ficción encarnan su verdad.
Pero decía yo que había leído esta novela que volví a leer en días pasados, producto de un taller de lectura donde la recomendé y me di cuenta que se lee diferente en tiempos de pandemia. Mis subrayados crecieron con las alusiones en diversos momentos de la novela a epidemias devastadoras. La madre de la amante de Charles había muerto joven de la epidemia de cólera. En el barco que los lleva de Liverpool a Nueva York, Charles y su acompañante, Ibrahim, se enteran de los barcos-tumbas a los que no se les permitió atracar por el tifus. Las epidemias son un asunto recurrente en ese siglo XIX, la malaria misma en tierras tropicales, que no podemos mirar con indiferencia en tiempos de coronavirus. Me entusiasmó el poema de Tennyson, a quien conoce el protagonista en la isla de Wright, donde está escondido con otro nombre, sobre el aburrimiento de Ulises, una vez llegado a Itaca. Esas líneas de Tennyson me remiten a la inmovilidad y quietud en tiempos de confinamiento. Claramente no estamos hechos para eso, somos más el Ulises de Tennyson, cuyos últimos versos tomo de la propia novela:
Venid amigos
Todavía no es tarde para salir en pos de un mundo nuevo (…)
Y aunque nos falte la fuerza que en otros tiempos
movía cielo y tierra, no hemos dejado de ser
esto que somos: heroicos y atrevidos corazones
ablandados por el tiempo y el destino pero
impulsados por la incansable voluntad
de persistir, buscar, hallar y no cejar.
Sin duda se lee diferente en tiempos de pandemia.