A Bárbara Córcega
Gracias al libro Tiempo en piedra, de Korina Calderón Gastellum (publicado por el Instituto de Geología de la UNAM), al que me invitó a prologar y participar en la presentación, pude no sólo estar en el fantástico Museo de Geología de la Ciudad de México frente al parque de la Santa María la Ribera, sino conocer el proyecto del Geopedregal y toparme con lo inesperado. El Geopedregal es una zona recuperada del Pedregal de San Ángel por el equipo que dirige Pilar Ortega, donde después de 10 años de limpieza y de introducción de semillas de las plantas originales podemos disfrutar el ecosistema que surgió en el sur de la Ciudad de México años después de la erupción del Xitle. En términos ecológicos, la formación de suelos sobre la roca volcánica a través del tiempo para que surja la vida vegetal y animal se llama sucesión. Esa sucesión había sido perturbada por la actividad humana. Así como la doctora Ortega recuperó en un área adyacente al Instituto de Geología un mosaico del ecosistema original donde cada cinco años florece una orquídea endémica llamada Beltia urbana, Korina Calderón ha hurgado en las capas de la memoria de quienes han vivido en el Pedregal de San Ángel desde tiempos de Barragán, ya sea en asentamientos populares o en construcciones que incluían ese paisaje rocoso como parte de sus jardines, para reconstruir un relato donde ficción y memoria se trenzan con muy buena fortuna.
En el hermoso recinto construido a finales del siglo XIX para albergar a la Sociedad Geológica de México, que en 1929 pasó a formar parte del Instituto de Geología de la UNAM, el libro se estrenó rodeado de las colecciones de rocas, aerolitos, y el esqueleto de mamut en la nave central. Visitar el edificio es un viaje en el tiempo donde las pinturas de las eras geológicas encargadas a José María Velasco flanquean el pasillo superior. En medio de la memoria de las piedras y la historia mineral que cada una cuenta, escenario ideal para un libro que celebra el diálogo entre la ciencia y el quehacer humano, la encargada de la investigación histórica y del acervo documental del recinto mencionó el nombre de un geólogo húngaro cuyos textos están ahí resguardados: Zoltan de Czerna. Mi corazón latió en medio de aquella sala de anaqueles metálicos, bajo un domo de luz tamizada donde se antoja sentarse a pasear por los mapas y registros de la historia geológica de nuestro país, porque cuando compartí con unas amigas una casa en Coyoacán, nuestro vecino del piso inferior era un investigador de la UNAM de nombre Zoltan. No sabíamos entonces que estábamos frente a quien dedicaría 50 años de su vida al estudio geológico en México, un geólogo pionero. Yo lo conocí antes del sismo del 85; ahora sé que hizo un estudio de la cuenca de México en donde decía que los reglamentos de construcción todavía no tomaban en cuenta algunas de las características a las que su estudio apuntaba. Pero yo no lo vi más, me hubiera gustado hablar de sus hallazgos y de qué era dejar Budapest y venirse a investigar los pliegues de la Sierra Madre Oriental que dieron luz, información de las placas tectónicas subyacentes. Murió en 2014, dijo la historiadora. La memoria de la tierra y la memoria personal se conectaron en ese luminoso instante en que recordé la mañana después de una fiesta en que nuestro vecino nos dijo que le había gustado mucho oír la canción “La gloria eres tú”, que seguramente habíamos puesto varias veces en el tocacintas. Las tres amigas nos miramos como si supiéramos que detrás de esa canción había una historia de amor recordado. De cuando en cuando la poníamos a todo volumen. Para él.
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