Conocí a mi traductora, D.P. Snyder porque me buscó después de haber leído los cuentos de Manual para enamorarse con el deseo de darlos a conocer en inglés. También he tenido el privilegio de que me traduzcan y envién textos a revistas o antologías las estupendas Pat Dubrava y Catherine Mayo.

Estamos compartiendo una residencia artística en The Hermitage, en Florida, cerca de Sarasota. Ella me pone al día porque es una fervorosa defensora del trabajo de los traductores, de cómo son puentes para la emoción estética, la reflexión y el deleite de lectores que no comprenden el idioma. Ella ha propuesto que más que traducir el término debiera ser traslucir. Resulta que este es el mes de las traductoras aquí en Estados Unidos y que 67% de quienes traducen son mujeres. Me llama la atención.

En esta residencia intercambiamos e intercalamos traducción y escritura. Mientras capoteamos a la tormenta tropical Debby que azotó con fuerza en esta costa, inundó carreteras y parte del lugar donde estamos, compartimos la lectura en voz alta de lo traducido para despejar dudas, escuchar el sonido de lo escrito en un idioma y en otro, reflexionar sobre el hecho de mantener el sentido de lo dicho y el estilo del autor pero verterlo con naturalidad a la lengua de cada uno. Ahora que escribo esta última frase, comprendo que en su ambigua referencia física la lengua debe ser bebida como si fuera un bálsamo líquido. Que el propósito del traductor es que no se sienta forzado el tejido textual en una lengua que no es la del autor.

Nos propusimos cada día llevar una palabra a nuestras tertulias nocturnas para discutir lo imposible de cambiarla del inglés al español o viceversa, aclarar algunas expresiones idiomáticas, la necesidad de encontrar un equivalente subrayando la experiencia cultural con que nos apropiamos de uno u otro referente. Estas semanas nos hemos dedicado a cosechar las posibilidades del lenguaje y traducirnos nos ha hecho cómplices de nuestra propia tarea creativa. Dorothy es parte de mis talleres a distancia y en un taller siempre hay un intercambio donde todos aprendemos. Todos crecemos. Escribir siempre es proceso. Por eso traducir es una forma de trabajar con una materia ya cocinada y resulta un buen equilibrio cuando uno está sobre la cuerda de su propia escritura. Entre lo crudo. Con lo incierto. Traducir es tomar entre tus manos lo que el autor ya consideró listo para publicar o que ya está publicado y hacerlo vivir en otro idioma. Eso nos pone de cara a la dificultad de la ficción. Convencer de realidad, persuadir de una vida alterna. El texto debe tomarnos para sí, como una experiencia viva.

Ahora que está por terminar la residencia y la experiencia compartida no olvidaré cómo mientras los relámpagos iluminaban las ventanas y el mar era un batidero sonoro de oleaje y espuma, mientras la lluvia casi oblicua goteaba cuarto adentro, Dorothy y yo ahuyentábamos el temor escuchando lo que una y otra había escrito. Qué placer a mis oídos, desde la experiencia y fineza y el compromiso de Snyder, escuchar algunos capítulos de Yo, la peor en inglés y sortear dilemas como no doblegarse a lo políticamente correcto, llamar negro al negro, indio al indio, ser fiel a la época. Ese negro que todavía usamos con cariño y sin discriminación en algunos países latinoamericanos. Qué oportunidad tener un cuento fresco de Snyder en las manos e intentar la misma conmoción y tono del texto en inglés que en español. Traducirnos de manera cruzada es asombrarnos con el sonido y la maleabilidad de las palabras. Es encontrar la palabra justa. Un banquete intensificado en una estrecha franja de tierra entre el manglar y el océano, donde por unos días nos quedamos aisladas y las palabras y la escritura nos salvaron.