¿Quién dijo que la soledad era buena? Es deseable cuando la buscamos. Porque sin duda requerimos de tiempos sociales y tiempos de silencio con nosotros mismo. Pero la soledad impuesta, más frecuente en mayores de 65 años, y agravada en tiempos de pandemia, es una enfermedad social que ya está siendo considerada en países como el Reino Unido asunto de Estado (EL UNIVERSAL, 13 de julio). En el mismo artículo me entero que en Japón se creó un ministerio para combatirla porque el número de suicidios ha sido el doble que las muertes por pandemia en el 2020. Nuestra soledad a la mexicana quizás resulte más acompañada a nivel familiar (no necesariamente más grata) en modos de hacinamiento por pobreza. Vaya paradoja, aunque es una mera conjetura. Tampoco sé si entre mayores ingresos, el panorama de estar solo en una casa sea más frecuente. Seguramente alguien lo está estudiando y nos dará un retrato de ello.
Si la soledad como una condena de la circunstancia era indeseable desde antes del Covid-19, este ha agudizado todo tipo de malestares psicológicos en una gama de edades, no sólo por el aislamiento en soledad sino por el confinamiento en prolongada convivencia cotidiana. El exceso de espacio o la falta de espacio… El equilibrio es la libertad de elegir estar con los otros que nos son necesarios, y estar con nosotros lo que también nos es necesario. Perder esa libertad por capacidades físicas, por dependencias, por problemas de salud pública deriva en el paulatino hundimiento anímico. Pessoa dice a Ricardo Reiss en la novela que más me gusta de Saramago que la soledad no es vivir solo, la soledad es no ser capaz de hacer compañía a alguien o algo que está en nosotros. Pero la pandemia nos ha demostrado que uno mismo no se basta. Necesitamos a los otros. La tecnología ha ayudado, sin duda, y eso para quienes la tenemos al alcance. Por más libros que se lean, películas vistas y encuentros virtuales uno necesita el sonido de la risa, el olor de alguien más, el sonido de la voz, la respiración del silencio, la temperatura de otras pieles.
Me cuenta mi hija que cuando vivió en Vancouver había letreros en las calles sugiriendo que cuando vieras a un anciano solo, le platicaras. Y esto sin la agravante del encierro. La pandemia ha colocado un peso a la soledad impuesta que se nos estrella en la cara. ¿Habremos de ver Ministerios de la Soledad apareciendo en todo el planeta? Me pregunto cuál será el impacto en lo escrito, en lo que habremos de leer pronto o dentro de un tiempo. Si bien los escritores necesitamos esa soledad, esa concentración para escuchar la clave Morse, como se refería Faulkner al hecho de la concentración, al pacto de silencio necesario para que surja algo de lo que tenemos que estar atentos, ese tiempo en soledad es una elección. Los solos y solitarios, los ermitaños, los monjes que hacen votos de silencio, las monjas en clausura, los que se apartan del mundo siempre nos han llamado la atención. Por excéntricos, porque son una afrenta y nos preguntamos si seríamos capaces de ello. De cualquier manera, lo han elegido, como en el maravilloso cuento de Guimaraes Rosa, “La tercera orilla del río”, en donde un hombre se embarca y flota, y solo recoge los alimentos que su esposa le deja cada mañana en la playa.
Tal vez son tiempos de volver a leer Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal.