Cuando nací, la reina ya estaba ahí. Cuando nació mi nieto, la reina aún seguía ahí. Una institución, un símbolo. No sé cómo llamarle. Su presencia ha sido una sombrilla que abarca los siglos XX y XXI: un referente. Yo la miraba joven cuando existía la revista Look de gran formato y el Life en español. Las fotos de la monarquía británica ocupaban portadas. La veíamos en África, visitando los países de la colonia británica cuya independencia atestiguó, después la serie The Crown (con la magnifica actuación de Olivia Colman emulando esa forma de sentarse de lado, rodillas juntas, manos sobre el regazo) nos la acercó de carne y hueso en el drama que significó gobernar desde los 26 años, cuando no era el rol que le tocaba, pero su tío Eduardo renunció al trono para tener otra vida al lado de Wallis Simpson. Una Isabel que tuvo que prepararse y siempre estar sonriendo y bien puesta y presentable porque su imagen era un sostén de la posguerra, una especie de columna moral, o tal vez daba la sensación de que mientras todo cambiaba afuera había algo de lo que todavía uno se podía agarrar. La serie también nos mostró, ficcionalizado o no, lo que significaba para Felipe de Edinburgo ser el príncipe consorte. Siempre bajo la sombrilla de Isabel II, como el país entero, como Diana, que se volvió el ídolo de todos y que murió trágicamente mucho antes que la reina, porque la reina gobernó 70 años. Hace poco que ocurrieron los festejos del jubileo y, ya lo han resaltado los medios, numerosos primeros ministros, olimpiadas y papas pasaron frente a sus ojos. La corona. También la conocimos con cierta intimidad en la espléndida interpretación que Helen Mirren hizo de Su majestad. Supimos de su amor a los perros, su debilidad por los caballos. Una mujer que tuvo que comprender el mundo de manera intempestiva, hilvanar las sonrisas de su familia, los desmanes de su hermana, para la foto. Siempre en la foto mostrando que todo iba bien en Palacio hasta cuando no iba bien. Las multitudes mostraban su respeto y lloraron a Diana cubriendo las rejas del palacio con flores como ahora lloran a su reina. Alan Bennet escribió una gran novela en donde la Reina descubre su apetito por la lectura, gracias a las recomendaciones del bibliotecario de Palacio, y va descuidando sus funciones; no se quiere levantar de la cama sólo quiere leer: Una lectora nada común. Imperdible: con ese humor inglés que no deja de persistir debajo de las formas. Si no, quizás no hubiéramos sido testigos de la popularización de la imagen de Isabel II. De su asociación con elementos de la cultura popular inglesa. Y todo ha de cambiar, desde su efigie en las monedas de los países del Coommonwealth, no sólo en Inglaterra.

La reina Isabel todavía estrechó la mano de la nueva primera ministra inglesa, Liz Truss. Porque eso es lo que había que hacer, no importa que te faltarán 24 horas para morir. Eras una reina hasta el último momento ya sin Philip pero siempre con el sombrero, el abrigo y la bolsita que te encorsetaban y mantenían derecha frente a todos nombrando Sir, lo mismo a Mick Jagger que a Bono. Ahora que el cuerpo enjuto en los 96 años de Lilibeth será acompañado en las ceremonias de 10 días hasta su funeral en Westminster me pregunto qué será de su ropa. Como he dicho en mi más reciente libro, Últimos días de mis padres, la ropa que queda de los muertos en las perchas es un fantasma, es el recordatorio más claro de la ausencia. ¿Harán un museo con ellas? ¿Las usará Camila? La reina era también su estilo como son siempre los símbolos que no pueden mutar en el tiempo. Esa fue su condena y el privilegio de sus súbditos. Una nación entera guardará silencio al unísono, y a mí su muerte también me produce congoja. God save the queen. La frase ya no tiene sentido.

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