Que la tecnología va a una velocidad que nos rebasa ya es lugar común. La famosa zarzuela La verbena de la Paloma lo advertía: hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad. Nuestros padres expresaban, quizás con el deseo de que los hijos notáramos que la televisión no siempre había estado en las casas, que el radio era el medio de entretenimiento e informarse de las noticias. En mi infancia la televisión era en blanco y negro, luego llegó el color y la programación que empezaba a las 3:30 de la tarde se extendió. En nuestras vacaciones familiares en Acapatzingo, Morelos, pagábamos unos centavos por ver la televisión en la casa de la única vecina que la poseía.

Me enfocaré al instrumento para plasmar las palabras que hemos usado los escritores. Prácticamente casi todo el siglo XX, los escritores no tuvieron que mudar de herramienta de trabajo. La máquina de escribir estuvo ahí, desde las voluminosas Remington (fabricadas desde 1873), las Underwood, hasta las versiones más ligeras y portátiles Olivetti Lettera con un mecanismo que esencialmente era el mismo. Teclas que al presionarse golpeaban la cinta entintada sobre el papel en un punto central donde había una especie de mirilla; para el cambio de renglón una palanca hacía avanzar los engranes de un rodillo donde corría el papel. Las fotos de los escritores del siglo XX nos los muestran frente a la máquina de escribir. Un martilleo rítmico acompañó el sonido de la creación. El legajo de hojas abultaba el montón que resistía la prueba, mientras los errores eran pelotas de papel arrugado rebosando el cesto de la basura. La imagen es también un cliché de la escritura en esa fuente mecánica. Si acaso fue la máquina de escribir eléctrica la que le dio más velocidad y que además permitió el borrado de la letra errónea y menos papel a la basura.

Mi primer libro de cuentos se publicó en una colección que nació en los años 80 con el nombre de Letras Nuevas, una iniciativa de SEP-CREA que dirigía el escritor Eugenio Aguirre. Las portadas de esa colección llevan fotografías de ángulos diversos de una máquina de escribir. Destacan las teclas redondas y amables con las yemas de los dedos. La escritura era una operación de transferencia mecánica de la imaginación y las palabras. Todavía me parece asombroso que de aquella invención metálica surgiera el tapiz de impresos que acolcha muros, memorias y hace de lo individual colectivo y de lo colectivo un referente individual.

Desde mis primeros cuentos en la máquina de escribir Olivetti del escritorio de mi padre, los que seguimos escribiendo en el siglo XXI hemos vivido el cambio mecánico sonoro al silencioso teclado frente a monitores profundos que ocupaban mesas enteras, que almacenaban el mundo de palabras en discos blandos, floppys, en la jerga anglo. Después, los discos se volvieron pequeños y sólidos, y luego delgados CD’s. Las rendijas para insertarlos desaparecieron de las computadoras y lo concreto y tangible salió del intestino de la computadora para almacenarse etéreo en la “nube” (mucho más poético). Si queremos, los escritores no necesitamos ahora ni siquiera la acción física de la danza de los dedos en un teclado para producir un texto que se puede grabar: salir de las cuerdas vocales para plasmarse en alfabeto legible. En ese vértigo, incluso el mundo de palabras puede prescindir del escritor, aunque somos quienes hemos nutrido de estrategias y formas, imágenes y emociones para que un dios cibernético pueda crear una obra. La inteligencia artificial tal vez reinvente al escritor frente a su máquina de escribir entre el sonido y el silencio que busca la trama y las palabras.

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