Mudarse es inventariar la vida. Es revisitarse. Desconocerse y palpar el paso del tiempo y sus formas cambiantes. Es encontrarse con tarjetas de presentación que ya no se usan pero llevan tu nombre y las ha diseñado tu hija y no quieres tirarlas a la basura. Mudarse es tirar un poco de uno a la basura. Y, aunque te resistes con las fotos, decides salpicar el basurero de tiras de negativos, con imágenes que ya nadie verá. Y luego están los fólders, decenas de fólders que resguardan impresos que ahora habitan, si es que habitan todavía, la computadora. Y las calificaciones escolares y dibujos de las hijas niñas. Guardamos la historia que nos precede: laboral, creativa, familiar, amorosa, secreta, íntima. Y el día que la mudanza la violenta, tomamos decisiones. ¿Quién habrá de revisar nuestros cajones el día de nuestra muerte?, ¿quién decidirá sobre nuestros textos y objetos? Todavía es mío el privilegio. Me topo con los guardados de mi propia madre, decantados de entre una y otra revisión por la pulcritud que la caracterizaba. Ahí está esa carta de sus 15 años en la ciudad de Oaxaca con una familia amiga de la suya. Encuentro a la adolescente asombrada, juguetona, haciendo bromas a los hermanos. Me vuelvo a preguntar que hay que salvar de la hoguera personal. Pero estoy hablando de la muerte y una mudanza es una renovación, que exige el sacrificio de alguna parte del pasado. Una mudanza es mudar de piel y ponerse en carne viva dispuesto a vestirse con un paisaje renovado, con otros ruidos, otra luz, otros vecinos, otras costumbres, otros problemas, otra manera en que llegue el aroma del café a la habitación.

Una mudanza convoca las mudanzas anteriores. La de vivir fuera del ámbito familiar en los años jóvenes, la de la vida en pareja recién inaugurada, la forzada por el sismo del 85, la forzada por la mudanza de los padres, la inevitable y dolorosa por la separación de la pareja. Siempre la invención de estados de vida con su proyección de futuro y su estela de pasado raspando el piso como los botes de los coches de los recién casados. Uno no se puede ir de puntitas sin que nadie lo note. La mudanza es alharaca. Cuánta caja con libros. Qué difícil desapegarse de ellos. La biblioteca personal es nuestro tablero de salvación, los libros son boyas para encontrarnos y extender el tiempo hacia los horizontes que todavía no hemos tocado en la lectura. El más allá está en el librero. No podemos despojarnos de ese horizonte ni convertir la biblioteca en un museo de lecturas. Y las libretas, tantas libretas, tanta tinta echada por aquí por allá que a nadie le va a importar. Es preciso verterlas como cascada de tiempo sobre la indiferencia del basurero. Y aún así por más ligereza que busquemos, arrastramos ataduras como los cimientos que no se pueden demoler. Mudarse es hacer una limpia no sólo de objetos sino de adentro. Y uno es muy agarrado. Cuánta revista cuenta nuestros pasos. El basurero engulle goloso los artículos con los que nos hemos ganado la vida y uno que otro lector. El clóset es más fácil. Observo que hace más de cinco años que mi cuerpo no se enfunda en ciertas prendas, que mi cuerpo ya es otro, y construyo una pequeña montaña. Salvo del desprecio algunas prendas, herencias que son insensatas y me permiten narrar a la familia.

No quiero mudar al polvo que ha revoloteado en este mover de trebejos. Que se asiente y se vaya, que permita estrenar la nueva piel en tal vez el postrer anhelo de vestir el paisaje de todos los días de una forma diferente.

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