No se escriben libros para el desahucio, se les lleva en el cuerpo, en el corazón, en la cabeza. Primero son un remolino de ideas, de personajes que van tomando cuerpo, acomodo, reclaman su paisaje, se distinguen y cada uno lleva un nombre y cada uno lleva un propósito y se cuelgan en el tendedero del tiempo para hacer un tejido que sostenga una historia que se parezca a la vida; se sujetan con palabras para que queden en el sitio que les corresponde y así crecen lento las páginas a las que se busca el mejor vestuario para salir a la calle, para decir aquí estoy y llevo un nombre, he sido bautizado y ahora voy a andar por el mundo. Los libros no se escriben para enfrentarse con la ceguera y la sordera de una bodega sin rumor de vida y llena de otros libros lápidas que un día ocupan tanto sitio que es necesario liberar el espacio. El libro es un enfermo sin remedio que está ocupando una cama por demasiado tiempo, quizás es víctima también de la pandemia donde nadie se paraba por las librerías que primero estuvieron cerradas, y no sucedía el encuentro fortuito con los libros para escoger qué leer al menos que alguien lo susurrará al oído. Pobres libros, dejaron de tener destinatario (Bartleby sabe cómo duele eso), de tener esa vida a saltos entre conversación y conversación irrumpiendo o rompiendo o asombrando a algunos, también decepcionando a otros. (A los libros les gusta el gerundio de la relación con los humanos aunque los cuidan en la prosa de sus entrañas.)
Los libros no están hechos para quedarse a salto de mata como criaturas desnudas expuestas al frío y al desprecio y, lo peor, a la indiferencia. Y un día el escritor-la escritora se entera que cuesta mucho dinero tener a un desahuciado, te lo puedes llevar a casa si es que te cabe, si es que tienes los medios para ir permitiendo que ejerza su vida en la calle. Si no, puedes elegir pedazos de la criatura, una forma de recordarla, de que esté viva, de ponerle velas. Porque por lo demás las cuchillas harán lo suyo con el líquido que añadan, que debe ser barato pues resulta más conveniente destruir que esperar esa lenta manera en que los libros encuentran a sus lectores. Tal vez con esa masa hagan más libros que acabarán en el mismo despeñadero a no ser que conquisten el frenesí lector con una velocidad que mengüe el costo de almacenaje para reproducirse en el ánimo lector. En la lectura, el contagio es manera de subsistencia. Darwin debe estar mirando estas palabras y anotando en su bitácora que el libro que va al matadero no tuvo aptitudes para sobrevivir, que no importa cuánto empeño hayan puesto los progenitores en su cuidado para que sus genes tuvieran continuidad en el mundo. Sobrevive el más apto: libro insecto que resiste pesticidas y se cuela por las rendijas y se le sube a lector por las manos, se le mete por los ojos, le entra en el corazón y le dice defiéndeme, espárceme como una semilla que germina contra viento y marea.
Aquí estoy, desde la ventanilla de la vida pensando que uno no escribe libros para el cadalso y que cuando llega la noticia de la destrucción ( Bohumil Rabal, la soledad es demasiado ruidosa ) la cabeza del escritor-escritora se atosiga con el sonido de las cuchillas que hieren el aire y vuelven informes las palabras que tuvieron un cauce-una causa-una casa.
Uno no escribe libros para el desahucio y, sin embargo, frente a la superficie sin palabras se escribe el siguiente.
Un libro es siempre un barco de papel hacia lo incierto.
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