A través de Una larga hebra, exposición que se puede visitar hasta finales de agosto en el Museo del Carmen en San Ángel, Elena Martínez Bolio no sólo nos acerca desde lo que ella llama la sencillez y la humildad de la aguja a las formas de vida de las comunidades mayas, sino que sobre el lienzo-documento que es la tela elabora un discurso que va de lo íntimo y doméstico a la protesta colectiva por la violencia contra las mujeres, así como repara en la sofisticación de un vestuario elaborado a través de sapiencias ancestrales.
Me entero que el trabajo expuesto es producto de estancias durante tres años con las mujeres de la comunidad Xocén en Yucatán. Quizás lo más interesante de una exposición que nos remite a costumbres locales y armónicas con el entorno como el huipil que abre el recorrido y que fue reconocido en la 8a Bienal Textil de Madrid, en el que una serie de viñetas detallan escenas de campo, de cocina, festivas, es que no sólo está hablando de la comunidad (de la que rescata formas de trabajar el hilo y la tela), sino que nos enhebra con nuestra propia relación textil.
Mientras observaba la fineza de las puntadas que dan textura y forma a distintos elementos o que juguetonas bordan siluetas de pies sobre un tapete o sandalias vacías, pensaba en la relación femenina con la tela y el bordado. Como la artista lo propone, los bordados son documentos de una historia de comunidad. En el baúl de la casa familiar se guardaban las fundas de almohadas con las iniciales de los recién esposados, mis bisabuelos, que la novia afanosamente había bordado previo a la ceremonia nupcial. Mi bisabuela era española y los documentos no sólo contaban sus anhelos y la fundación de una familia sino que atestiguaban que todo ello venía allende el mar y que había sido celosamente guardado como una comprobación de procedencia. Conservo el alfabeto bordado de aquellas tareas de la época, de mi bisabuela Nicolasa. Mi abuela madrileña fue modista, lo que le valió la manera de ganarse la vida cuando vino exiliada a México a finales de los años 30. Con sus manos diestras, cuando yo era niña me mostró la importancia del dedal, y la manera de pegar botones y hacer dobladillos, mientras ella trazaba los patrones que se volverían prendas para las muñecas. La exposición de Martínez Bolio me remite a esa sabiduría que va de tarde en tarde, de abuela a madre a hija amenazada por perderse en las prisas del tiempo y las formas burocráticas de documentar una vida.
Cuando era niña tuve aquellos aros para el bordado que estiraban la tela y escogí los hilos de colores para pintar entre puntadas una servilleta con flores. Me daba la sensación de estar en diálogo con la quietud y conmigo misma. De producir algo que sería parte de la vida cotidiana. Por eso me detuve en aquella habitación recreada en la exposición del museo, donde la colcha y los objetos están hechos por las manos que tejen, por las manos que deshilan, por las manos que trazan encajes y en la parte superior de la cama una serie de estampas bordadas con la espera, el alumbramiento, la crianza, narran la historia de nuestros cuerpos. Salir a la luz del sol después de ver la caligrafía bordada no sólo para documentar una historia sino para insistir en que No es no sobre las sábanas teñidas de grana cochinilla me dio el deseo de apiñarme en un corro de mujeres y dejar a los dedos hablar mientras la memoria y la vida crecen frente al pacto de herencias ancestrales. La exposición incita a apropiarnos, como se puede leer en uno de los textos bordados, de la memoria olvidada en la dermis de nuestros dedos, para que el silencio se vuelva caligrafía de hilos.
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