Ante nuestros libreros, los visitantes preguntan si hemos leído todo lo que vive en las repisas. Es curioso cómo una biblioteca personal y las decisiones que tenemos que tomar frente a los libros que ingresan y a los que les deben ceder el espacio, nos confrontan con el pasado y el futuro. Nuestros libreros son lo mismo museos de lecturas que promesas de futuro. Algunos imprescindibles nos devuelven un pedazo de quienes fuimos mientras los leíamos, nos recrean el asombro y presagian la posibilidad de un nuevo recorrido.

Cierro el año con el buen sabor de una de mis lecturas más recientes y contemplando el horizonte de suculentas novedades, que me llenan de deseo y curiosidad. León de Lidia, de Myriam Moscona, publicado en Tusquets, forma un díptico con su celebrada y premiada novela anterior, Tela de sevoya. Con muy buena fortuna y apuntalada por su trayectoria poética, Myriam ha sorprendido en el terreno narrativo porque el trabajo fino con el lenguaje abona a esa forma atípica en que nos cuenta historias. Siempre referido al origen migrante de sus padres y abuelas judías, siempre con la sed de mirarse en una lengua muerta, el judeoespañol, y hacer un tránsito geográfico para buscar en la Bulgaria de sus padres una forma de pertenencia. En León de lidia, Moscona, desde los ojos de la niña y del presente, ahonda en la pérdida temprana del padre y unos años después la de la madre de la protagonista. Construye esta narrativa ensartando lo onírico con los hallazgos en los viajes, sea la ciudad de Plovdiv o las fotos que mira, o en las escenas que recrea con esa abuela a ratos cruel, pero al fin y al cabo la transmisora de esa lengua, el sefardí. Recordar es respirar el mismo aire, pero en tiempos distintos… Y allí estaba, aquí sigo, atravesando el mismo túnel, leemos en esa primera voz que refiere a las otras voces: la intrusa, las literarias, las del pasado. Moscona ha fraguado una ruta de identidad en esa lengua que emula su propio mestizaje, mexicana de padres judíos nacidos en Bulgaria, quizás para concederle a su madre un territorio más allá del consignado en su pasaporte: apátrida. Leer a Myriam Moscona es afilar el lápiz para subrayar las emociones que ella pincha en la memoria con precisión poética y referencias literarias. León de lidia es la imagen estampada en una moneda antigua que la protagonista descubre en una vitrina en el Museo de antropología de la ciudad de Estambul mientras trabaja como custodia y que reúne, como la escritura, los nombres de sus padres: León y Lidia.

Una novela cuya relectura me saboreo como horizonte próximo, así como los libros que generosamente me han enviado mis amigos escritores con quienes comparto camino, admiración y afecto: David Toscana y su devoción por los autores rusos en El peso de vivir en la tierra. Ana Clavel, que le sigue la pista a Darío Galicia, el poeta infrarealista que firmaba como Dario G. Alicia y, claro, admirador de Lewis Carroll en Por desobedecer a sus padres. La sangre desconocida, novela de Vicente Alfonso que recibió el premio nacional Élmer Mendoza y que enlaza un secuestro en los años 70 en Estados Unidos, en tiempos de la Liga 23 de septiembre, con la violencia actual en Guerrero. Y un experimento singular a cuatro manos de la original mirada de Ana García Bergua escrita en complicidad con Alfredo Núñez Lanz: un thriller cabaretero que lleva por nombre Waikiki. Armen su combo para terminar y empezar el año.

En el horizonte inmediato de un partidismo político donde los actores velan por sus intereses, en medio de la destrucción de instituciones y organizaciones, siempre perfectibles, que derivaron de un largo esfuerzo democrático, la lectura (el arte), aunado a los afectos de nuestros queridos, son el único territorio que encuentro prometedor y que puedo mirar como un bálsamo.

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