Waikiki (Planeta, 2022) es una novela descabellada y delirante. Descabellada porque está escrita a cuatro manos entre Ana García Bergua y a Alfredo Núñez Lanz, a quienes de cuando en cuando encontraba en Coyoacán después de sus jornadas de escritura. Sin embargo, en la novela no se descubre el paso de estafeta, ni las costuras de lo que cada cabeza y cada voz expresan. Me da por pensar, ya que esto es una historia de una pareja involuntaria, que Alfredo escribió las partes de Mario, este chico que llega de Yuxtle —huyendo de algo que después se develará— a la capital a buscar a un tío. Pero el tío le da una patada y acaba trabajando de guardia de seguridad en el cabaret Waikiki, claro que no lo confiesa en casa. Dice que es una mueblería y que hay una clienta china muy rica que decora su mansión (la mismísima Katmandú, centro de la novela, devoción de Mario y de más de un cliente). Por ello se me ocurre que Ana escribió las partes de Esmeralda, de verdadero nombre Esperanza, bailarina flacucha también de provincia, que quiere encontrar su destino en los escenarios cabareteros. Me da la impresión que esta novela de rompe y rasga, de tacuche y firuletes, intensa y divertida, de la cual no te puedes despegar, necesitó de esa polifonía creativa. Sea cual fuere el método, encontraron una estrategia narrativa que funciona de maravilla porque mientras Mario es tratado desde una voz en tercera persona, Esperanza va escribiendo en los cuadernos que le salen al paso lo que está ocurriendo.
Esta novela además de descabellada (en su factura) es delirante porque da la sensación al lector de una película en blanco y negro de los años 50 que se transita con el vértigo del siglo XXI. Los autores han hecho de ese mundo de la noche, del cabaret y sus ficciones de escenario un salvoconducto a paisajes exóticos, a los anhelos de lo inalcanzable, a la vez que un retablo de la sociedad que en las butacas congrega, según sea la categoría del lugar, a políticos, comerciantes, gente de bien y gente de oscuros intereses, y en la trastienda al dueño y sus relaciones, los camareros, el vigilante que debe esconder su homsexualidad impropia en la época donde la doble moral encuentra su talla justa en el permanente carnaval donde hasta un fantasma forma parte del elenco entre bailarines y afanadores.
El disfraz es parte esencial de esta novela porque la vida se vive en dos realidades: las procedencias castigadas de Mario y Esperanza que bajo la luz y las escenografías nocturnas mudan a un mundo de sueños a la mano, o la verdadera historia detrás de la “Diosa del Tibet”, la exótica Katmandú, el cabaret que es un cadaver de día y pura vida de noche. Las pesquisas de esta singular pareja tras el asesino no sólo de la vedette principal si no del Waikikí mismo nos llevan por un catálogo de cabarets: El Burro, El Molino Rojo, El Club Verde, Follies, Savoy y nos revelan una ciudad misteriosa, diversa, estratificada, imán de foráneos, botín de poderosos, nutrida de negocios sucios y anhelos limpios. El poder lo permea todo: la justicia, el espectáculo, las formas de ganarse la vida. Pero detrás de los oscuros intereses están estos héroes urbanos a veces con pelucas, o con el pelo pintado, con tacones o descalzos, pachuco y prostituta, mucamas y choferes, mudando de nombre, de hotel, de cuarto de azotea, sostenidos por una ternura que a veces reluce entre tanto descobijo. Mario y Esmeralda resultan entrañables.
Estoy segura que Ana y Alfredo se deben haber divertido muchísimo escribiendo esta novela (como yo leyéndola) a caballo entre el thriller y el retablo fellinesco, un retrato de época pero infaliblemente un espejo donde contemplar al país y nuestros sueños. Una novela que nos revela que el oropel y la fantasía son una ilusión necesaria para dar otra estatura a los días.
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