No se había vivido un tiempo anterior donde los números importaran tanto en las vidas de todos. Ahora la cucharada diaria de Mary Poppins no es dulce ni hace pasar mejor las realidades amargas, es una cucharada de cifras. No sólo sabe feo, está cargada de la amenaza de muerte, del territorio minado que es allá afuera, de lo enemigo que se han vuelto los que respiran, hablan, ríen y tosen a nuestro alrededor. El inglés Ian McEwan subrayó cómo se han metido en nuestro vocabulario términos técnicos que no sabíamos que existían, como aplanar la curva, inmunidad de rebaño. Nuestro espectáculo diario es el despliegue visual, la coreografía siniestra de barras y curvas donde nos aferramos a la orilla del asiento como cuando subíamos en el carrito de la montaña rusa (por cierto también letal en la Feria de Chapultepec el año pasado) esperando la cúspide que nos llevará al descenso; a suspirar con un alivio macabro que hay menos muertos por día.
A fin de cuentas, hacemos cuentas todos los días, al anochecer, al amanecer, decimos números y porcentajes como si nos hubiéramos especializado en estadística, y registramos el transcurso de los días con un inusual tesón contable. Aquí no hay cuentas regresivas que son las de la esperanza, aquí hay números para desayunar, números para cenar y para marearse. (¿Por qué el gobierno no dedica, acabada la emergencia sanitaria, esa misma saña informativa para compartir el arte y la ciencia, para que nos volvamos espectadores agradecidos de las hazañas de lo humano, en lugar de poner a debate, por ejemplo, si se apoya el cine mexicano, entre otras cosas? Deberían replantearse el exceso comunicativo al que ahora estamos sometidos porque entre mañaneras y crepusculares ya no sabemos si sólo somos un paréntesis: un país de descalabrados sostenidos por palabras.)
Y entre número y número, insomnio y menús, desinfectadas, videoconferencias, clases en línea, chats, minutos de ejercicio, libros, listas, llamadas que no hacíamos, cancelaciones e intenciones de sobrevivir aprovechando (no todos, lo sé) el silencio, los no traslados, que el tiempo está de nuestro lado, los que nos dedicamos a ello, queremos escribir. Arrojarnos a la novela con esa concentración que siempre le estamos reclamando a la vida, o a inflar las ideas de cuentos que esperan latentes bajo las tapas de un cuaderno. Ni siquiera tenemos que preocuparnos del arreglo, del pelo pintado, de estar en pants todo el día (es mentira porque nos ven por Zoom y entonces hacemos el esfuerzo); pero podemos declararnos ausentes, de hecho, el trajín cotidiano ya nos puso en modo virtual. Podríamos escabullirnos de casi todo y meternos al mundo narrativo con un trote largo, desparramado, como si el mundo se hubiera detenido y el único que funcionara fuese ese, el de nuestra imaginación, el de las posibilidades de las palabras.
Pero sucede que no, que entre la numeralia y las curvas, la cuenta progresiva y la lejana normalidad que conocíamos, no nos podemos abandonar a las palabras como si nos abstrajésemos del mundo, en un acto de libertad y rebeldía. Es que no somos libres y rebeldes en este momento. Vivimos encarcelados por los números con que el mundo se nos cuenta ahora. Por la conciencia de que pertenecemos a uno de las cifras: sospechosos, contagiados, confinados, inmunes o muertos, con suerte sobrevivientes. Una sensación de ruleta rusa paraliza el juego con la vida y escribo apenas unas líneas como cuerda de salvación.
Eso sí, celebro que me inviten a proyectos como Ipstori (https://ipstori.com/), donde hay cuentos y crónicas para leerse y para escucharse (y reparte despensas como apoyo a la violencia contra mujeres). O que la antología de cuentos Ligeros de equipaje https://es.bookmate.com/books/ib6FrIgt?dscvr=es-lanzamientos-de-la-semana-book salga de manera virtual para hacer del viaje literario una manera de estar en estos días. Una fugaz manera de dejar de hacer cuentas.