Siempre me ha gustado la geografía, el mundo de lo concreto. Lo que puedes reconocer en el globo terráqueo, que tiene contornos en un mapa, que responde a grados de latitud y longitud en una cuadrícula impuesta. En la geografía física la ubicación es posible. Cuando escribimos ficción, los escritores tenemos varios oficios simultáneos: somos arquitectos, decoradores de interiores, psicólogos, filósofos en el mejor de los casos, vestuaristas, lingüistas, mineros en busca de palabras, compositores que buscamos la cadencias de la prosa y, sobre todo, magos. Ahí donde no hay nada se funda un mundo de palabras que debe persuadir de su existencia. La geografía viene a cuento porque un libro escrito y publicado ocupa un espacio medible; sea virtual en megabytes, sea físico en centímetros cúbicos. La esquizofrenia del acto de escribir ocurre pues mientras vivimos nuestra vida de persona con nombre y apellido, rol en la familia, emociones, movimientos en la localidad, afecciones de salud, manías, secretos, etc., somos la voz que narra la historia, un ente de palabras con un tono y un ritmo. Y cada uno de los personajes que habitan el mundo de palabras.
La esquizofrenia también se da en esa transformación de la geografía espacial a la que añadimos el libro recién publicado que, separado ya del proceso íntimo de la escritura, tiene un nombre, es un nuevo país, un referente adicional, una isla en el archipiélago literario. Y mientras lo vemos partir y aún hacemos honores a su identidad hablando de él en entrevistas y acompañándolo en presentaciones, reconocemos su independencia: su autonomía. Hará con los lectores lo que ellos permitan. Vivimos nuestro espacio real, el que ocupan nuestros libros (el que contienen como ficciones persuasivas) y el que nos está por ocurrir. Y así andando las piedras del río que son los libros publicados en la corriente de la incertidumbre, la escritora- el escritor encaramos de nuevo la vocación fundacional. Las ideas iniciales son moléculas que formarán un caldo primigenio que requerirá una descarga de energía para que surja la vida. La ilusión de vida que los escritores producimos no se reproduce, como es propio de lo vivo. Quizás lo escrito se asemeja más al virus porque requiere del lector para que la ínsula de palabras tenga sentido. El lector es el contagiador que propaga el deseo por la lectura de un libro.
Pero ando saltando de la geografía a la biología, cuando lo que quiero decir sobre la esquizofrenia gozosa e incierta de la escritura es que una vez alterada la geografía física del archivo virtual, escritorio, librerías, estanterías, bibliotecas y bodegas, uno sigue fundando mundos sin saber cuándo serán islas autónomas que, ya nombradas, ocupen su espacio. El espacio que todavía no es territorio es gelatinoso, se puede escurrir entre los dedos, naufragar, ser un wannabe. Así que, estimado lector, cuando tenga un libro entre sus manos considere que usted está participando de esa geografía literaria que también ocupa un lugar intangible en su ánimo y deseablemente en su memoria, como lo que pasa con el viajero cuando visita una referencia turística que muda a una experiencia. Si la experiencia lo amerita, además de regalar su intimidad lectora, quizás quiera compartirla. Así tal vez los escritores estaremos menos solos frente al mapa de nuestros escritos.
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