Uno regresa de esa gran fiesta, maratón de libros, libreros, editores, autores, lectores, traductores, agentes, comunicadores, periodistas y no puede bajar de la nube muy fácil. Como en las fiestas de adolescentes cuando regresabas en la madrugada y querías prolongarla platicando en la cocina con tu hermana o con las amigas mientras comían unas tortas de frijoles fríos porque el hambre era canija y la emoción mucha. Apenas voy aterrizando de esa lectura vertiginosa de los libros que presenté de María Dueñas, de Paloma Sánchez Garnica, de Gioconda Belli, de María De Alva, el homenaje a Cristina Pacheco, mi propio libro de cuentos con Cecilia Eudave, el libro objeto del arquitecto Ricardo Elías con fotografías y aforismos.

Hubiera también querido escuchar al premio Nobel de Zanzíbar, Abdulrazak Gurnah, asistir a la plática de Fernando Aramburu y Rosa Montero o a la de Jorge Volpi con Rosa Beltrán, o al Homenaje al Bibliófilo para Carmen López Portillo o a la mesa sobre Sor Juana entre María José Rodilla y Sara Poot, a la presentación del libro desde la ciencia, Interpretar la naturaleza para encontrar a quienes nos faltan, o Jirones, minificciones de Alfredo Ortega, Cuchara y memoria de Benito Taibo, que además de escritor es gran cocinero, pero no da tiempo de todo. No se puede estar en todas partes. A veces las presentaciones son en los stands, en pequeños foros donde se detienen los que van pasando, lo cual le da una viveza al espacio maravillosa. Pude escuchar a Claudia Solís Ogarrio leer de su nuevo poemario Respire y no suelte, me perdí la de Arturo Herrera y su estreno: Cuba, tu cuarto de hora ya llegó. Nunca es suficiente el tiempo de pasear entre los libros. Un gran paseo que abre el apetito, que jala la vista para uno y otro lado. Ahora que soy abuela se me enreda la gula en las editoriales de libros infantiles que subrayan lo insustituible del libro en papel con esas ilustraciones, esas pastas duras, los pop ups que ofrecen mundos para interactuar. Vuelvo a ser niña o adolescente mientras me pierdo en Zorro rojo, en Edelvives, en Combel, en El Naranjo, en Tecolote sólo por mencionar a algunos de los especialistas en los libros que acompañan sueños y emociones. Quiero amueblar la imaginación entusiasta de los pequeños y regodearme en leer junto a ellos en la imparable biblioteca que, aunque se hereda de generación en generación, se aviva con las maravillas de producciones contemporáneas.

No deja de asombrarme que todos los espacios donde se presentan libros o se exponen temas están siempre rebosando de público. ¿De dónde sale tanta gente en este país de pocos lectores? La FIL Guadalajara parece desmentirlo todo. (Felicidades a Marisol Schulz y su gran equipo). Y ojalá dieran las piernas y el ánimo para deleitarse con las propuestas escénicas y musicales que coronan cada jornada. Lo enFILado no sólo sucede en el recinto ferial: en el lobby del hotel, a la hora del desayuno, gente que no ha visto uno en un año resultan una cita puntual, en los cocteles: Planeta echando la casa por la ventana en su 75 aniversario y uno de conversación en conversación, de copa en copa porque escribir es asunto solitario y de repente la algarabía lo arropa y se aprecia la fiesta de lo que uno hace. Para quien nunca haya ido, propongo este turismo librero, que alerta los sentidos, asombra y ensancha la cuirosidad.

Voy despojándome de agendas y saludos, de sonrisas y conversaciones para volcarme en un momento más sosegado, íntimo, con los más cercanos, con la familia.

Les deseo felices fiestas. Y muchas lecturas. Los libros siempre son una conversación abierta, un puente, una lupa para mirar y mirarnos.

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