Se cumplen 50 años de que la Universidad Autónoma Metropolitana fue fundada, y quienes somos egresados de la primera generación y también la segunda de la unidad Xochimilco hemos sido invitados a la ceremonia celebratoria. Me llena de júbilo haber nacido como universitaria en una institución que se estrenaba con el fin de ofrecer educación pública y descentralizada en varios puntos de la capital, y que ha crecido en este medio siglo con extraordinaria planta, modernidad y calidad.

Hace cinco décadas pusimos pie en la unidad Xochimilco quienes íbamos a estudiar diversas carreras y nos encontramos con la sorpresa de un paisaje semi rural, vacas pastando al borde de un canal y de difícil acceso vía transporte público. Sobre todo la enorme, pero cálida sorpresa, es que no había edificios como tales sino aulas provisionales que acertadamente nombramos “gallineros” y las canchas de básquetbol que fueron mi piso y mi cielo mientras jugué con el uniforme azul por “Las ranas” contra los equipos de las otras unidades, para el fin formar una selección de la UAM que pudo competir en los nacionales de basquetbol femenil. El espíritu de quienes entramos en el año de 1974, una década interesante en la ilusión de utopías y transformaciones, se reflejaba en el programa educativo que nos sorprendió con la integración de materias de todo tipo relacionadas con el impacto social. El sistema modular era privativo de la unidad Xochimilco, algunos maestros lo abrazaban entusiasmados por su concepción y otros se acobardaban porque tenían que ir más allá de su especialidad. Conejillos de indias o no, en el tronco común conocimos a quienes iban a estudiar diferentes disciplinas, en el tronco divisional nos sentíamos más en nuestro terreno hasta que llegó el momento de entrar a la licenciatura de cada cual. Yo había elegido la UAM porque ofrecía Nutrición. (Los caminos de la vida son inciertos, tengan la seguridad.) Me gustaba la idea de conocer la bioquímica de los alimentos y las transformaciones que constituían nuestro tejido corporal, nuestra salud, nuestros movimientos. Pero al concluir el tronco divisional, no se implementó la carrera de mi elección. Había dos opciones: medicina o biología. La primera estaba descartada, la segunda tenía que ver con el manejo de recursos naturales, pero sobre todo elegí ese camino porque me gustó el modelo educativo, por la pertenencia a la comunidad con la que me había encariñado. Conocimos zonas pesqueras y estuvimos con pescadores, áreas cañeras, zonas desérticas, la costa de Baja California siempre con proyectos que integraban la relación de las comunidades con los recursos naturales, cuando todavía la palabra sustentable no flotaba en el discurso mundial y cuando una Secretaría del Medio Ambiente era un horizonte lejano. Cuento todo esto porque una universidad, tomes las decisiones que tomes después de haber estudiado, cincela y sensibiliza tu relación con la materia de estudio y con la realidad que te rodea; te confronta también con tu verdadera vocación.

A las primeras generaciones nos hermana el asombro y el estreno de un proyecto singular y una juventud llena de energía que se hacía de una postura crítica y propositiva frente a la sociedad a la que ingresaría para edificar caminos, equívocos y aciertos, andar, acumular años y poder mirar con nostalgia el fantasma de aquellos “gallineros” donde depositamos nuestra confianza para formarnos como universitarios.

Ser estudiante es un privilegio, ser primera generación de una universidad que nació bien, que ha madurado por su propio derecho y que no ha padecido improvisaciones políticas. Tan de vanguardia es la UAM, que el propio logo se sostiene con una modernidad que me sigue llevando a tener la camiseta puesta. Lástima que ya no puedo encestar por “Las ranas”, aunque al escribir lo sigo intentando.

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