¿Cuándo está lista una novela? Los escritores nos hacemos esa pregunta cuando llevamos años construyendo ese mundo tan frágil como poderoso. No deja de asombrarme que el material que poseemos son palabras, lo cual podría parecer sencillo porque no se trata de pigmentos ni solventes, ni de otro modo de notación como en la música, no dependemos del talento de los actores ni de la destreza del cuerpo. Quizá por todo ello es que detrás de la escritura hay tanta vulnerabilidad. Si el escritor dedicó tiempo, el lector también lo hará. Por ese lector que consideramos un igual cuando escribimos, debemos dar lo mejor de nosotros como un corredor de fondo. ¿Pero qué es lo mejor de nosotros si cada proyecto de escritura, sea la novela, el cuento, el texto híbrido nos pone a prueba de distinta manera? Cada texto nos requiere, para los riesgos y hallazgos. El trabajo de escritura es endeble porque, después de tantas jornadas de diálogo silencioso con el mundo erigido, como si abriéramos un boquete en otra dimensión del día a día, nos espera la decantación para poner al texto en su punto.

Vargas Llosa afirma que una novela se termina cuando uno ya no puede verla más, de alguna manera está harto de ella. Seguramente cuando estamos hasta el copete de una relación largamente sostenida, ya no damos lo mejor de nosotros. La pasión, qué pasa por altibajos de intensidad, se ha atemperado. Quiero decir que el mundo de la novela, además de la historia, de personajes complejos, es tono, punto de vista, estructura, tratamiento para persuadir de realidad. Propone una forma de sabiduría o de relación con lo humano, es búsqueda. Y es lenguaje. De ahí que, con una primera versión, donde suponemos que hemos llegado al puerto final de un conflicto o conflictos con algún tipo de salida, toca colocarse frente al edificio, como si fuera el de otro, y recorrerlo. El proceso de revisión es arduo pero placentero. Nos da la oportunidad de concentrarnos en la fluidez de la prosa, en su precisión —Chejov susurrándonos al oído la palabra justa. Después de la revisión en la pantalla, imprimo el manuscrito. (Celebro el vocablo manuscrito, aunque mienta, pues remite a la palabra plasmada con la coreografía de la mano atada a la cabeza, al corazón, a los sentidos.) Y entonces viene lo bueno, el plumil de otro color que tacha, anota al margen, une con una flecha un punto con otro y nos vuelve calígrafos, dibujantes de ideogramas y cartógrafos de mapas sobre continentes de palabras. Es un momento físico y mental distinto. Minucioso lo que sigue después: descifrar el pulimiento manual al verterlo al archivo digital.

Mi amiga poeta me asiste con su oído fino mientras le leo fragmentos de la versión de la novela en mi regazo; es una criatura aún tierna para andar sola en el mundo. Me reta y me gusta la etapa de la decantación. Lo tomaré con calma, sé que no va a terminar el proceso con el primer recorrido atento, pluma en mano, oído alerta, ritmo disparejo que de pronto se atranca en algo que no está bien y que lleva tiempo resolver. Una oración. Tendrá que haber una nueva versión impresa cuando la caligrafía haya sido vertida. Precisará del enfriamiento y de otra lectura, donde ya no soy nueva para detectar aciertos y desaciertos.

Al darse cuenta que escribir no sólo es plasmar historias, Truman Capote escribió que cuando Dios te da un don, te da también un látigo. Si de arte se trata, es preciso latigar ese boquete de palabras y asegurarme de que estoy lista para soltar la novela.

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