El 23 de abril (día de San Jorge descontinuado, pero muy celebrado aún) fue el Día Internacional del Libro. Las redes se llenaron de promoción lectora, de videos, de grabaciones de autores, entrevistas, recomendaciones, reflexiones, frases. Libros, libros, libros.
A mí me tocó participar por lo menos en cinco iniciativas, como la ya clásica de la UNAM, Fiesta del Libro y de la Rosa, recomendando algún libro; la Feria Internacional del Libro de Oaxaca, con conversaciones en vivo por Instagram; en la Feria de la Isla de la Palma en Los Llanos de Aridane, sede del Festival Hispanoamericano de Escritores; con la Universidad de Caldas en Manizales, Colombia; leyendo el Quijote en un entrelazado muy fino propuesto por la agencia EFE con escritores de habla hispana del mundo, y en Cajeme, Sonora, con un saludo y un video, y hasta Culiacán, Sinaloa. Asombroso el esfuerzo de convergencia y contagio lector.
En materia de lectura, de entusiasmar a otro por un libro, el contagio si es virtud. Y en tiempos de distancia física, los encuentros y el acortamiento de la separación está en las redes y en los libros. Los libros, no es esto una novedad, siempre han acercado imposibles. Reunir dos épocas, revivir muertos, dar vida a mentiras, diseñar paisajes, amueblar sueños, procrear y matar (y volverlo a hacer con cada momento lector), lograr traslados.
Como dicen los slogans que venden viajes o estancias, crear experiencias. Yo fui náufraga a los 9 años gracias a Robinson Crusoe; caminé por las calles del Madrid del siglo XIX con Fortunata y Jacinta y Juan Santa Cruz dividido en amores, y comprendí un romance fluvial y a distancia, pura entelequia, con El amor en los tiempos del cólera; yo robé comida con Oliver Twist y tuve pavor de la pareja en cuyas paredes colgaban mis fotos en la novela de Ian McEwan; fui joven y vieja a la vez con Aura y viajé al centro de la tierra con Verne; sigo vigilando las alimañas en la almohada por culpa de Quiroga y reverencio cada faro del mundo por “La Sirena” de Bradbury.
Por eso este quedarse en casa, no sólo por el tiempo que quizás nos brinde, sino por la multiplicidad de experiencias que reclama la vida silenciosa, el aparte en que estamos, ensancha las posibilidades de la lectura. La lectura literaria, ojo, porque es necesario dosificar la información por la que zapeamos en tiempos inciertos. Mejor desgajémonos línea a línea (como el personaje de “Continuidad de los parques” de Cortázar) en el libro que nos salvará del naufragio temporal, de los demonios del miedo, de la perversión de un futuro empañado. La condición humana, la nuestra, la de todos, la colectiva se pone a prueba en situaciones límite como éstas. Resulta que podemos ser los que no sabíamos que éramos: generosos o violentos con quien menos lo merece, pesimistas o negadores; irresponsables o apanicados; en movimiento y viéndole el lado bueno, o paralizados y buscando culpables.
Ponderamos sobre la oportunidad de un tiempo como este, un paréntesis obligado. Y me refiero a oportunidad en términos de introspección, de silencio, de comunicación con los otros, de imaginación, de ordenamiento, de contemplación, de convivencia sin salida, de la nada, no en términos económicos donde la devastación puede robarse al silencio y si es que lo había, el gozo lector. Pero claramente es una oportunidad de pensar en los libros. También de escribirlos (Cervantes lo hizo desde la cárcel).
Por eso aprovechemos la cualidad óptica del objeto de nuestra lectura. Los libros (electrónicos, escuchados y en papel) son telescopios, pues acercan lo lejano; microscopios, pues agrandan lo que no vemos, los detalles, las emociones; caleidoscopios que enfrentan las perspectivas para mostrar que los puntos de vista son varios y sus consecuencias universos distintos.
Leamos para estar cerca de los autores vivos y de los muertos que son eternos en los libros. Contagiemos lectura.
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@mlavinm